Opinión

Conversaciones en el Varela

El “Café Varela” está en Madrid, al final de la calle Preciados, en la esquina que esta hace con la Plaza de Santo Domingo. Se llega hasta él en un plis-plás desde la Plaza del Callao que es a donde yo suelo arribar gracias al Metro que me lleva desde la Estación de Chamartín.

El Café está en la planta baja del Hotel Preciados de modo que en él concurren el restaurante del propio hotel, posiblemente el mejor de cocina gallega de todo Madrid, y la memoria de algunos de los más grandes escritores españoles de todos los tiempos que en él tenían establecido su lugar de encuentro para celebrar en él unas tertulias, amenas y cultas como pocas, inconfundibles con el pim-pam-púm irritante y continuo que, ahora y a diario, nos ofrecen en las distintas televisiones con tal de trufarlas de anuncios y me atrevería a decir que de obscenidades. En el Café Varela también se guarda la memoria de Olga Ramos, la cantante excelsa de cuplés de quien fue tan devoto Gregorio Peces Barba. Quiero esto decir que el espacio del que se habla siempre fue un lugar de encuentro y convivencia. Sigue siéndolo.

Con cierta periodicidad, se diría que prácticamente mensual, interrumpida tan sólo durante los meses de verano, se suelen reunir en el “Café Varela” algunos, por no decir que prácticamente el conjunto, de los gallegos más significativos de todos cuantos viven en Madrid. Acuden a él para comer en armonía y hablar de modo ameno y distendido de todo lo divino y lo humano se les venga a las mientes.

Sin embargo eso no es lo más destacable. En cambio, lo es el hecho de que gentes de distintas opciones ideológicas y vitales se congreguen para hablar y lo hagan en medio de un halo de libertad de pensamiento y de conciencia, inteligente y creativo, casi se diría que ejemplar. No suelo perderme ninguna de esas comidas. El espectáculo que supone ver hablar, tal y como lo hace y queda más o menos indicado el conjunto de personas congregadas, es algo que merece el desplazamiento en ese Alvia que continuará siendo de insufrible recorrido entre Ourense y Zamora mientras no llegue el año 18 en el que Feijoo cifra la aparición del AVE en nuestra tierra. Ojalá no se equivoque porque ya nos va llegando.

Desde escritores y juristas, desde escultores a médicos, desde pintores a periodistas, catedráticos, empresarios, militares de alta graduación y miembros de las más altas instituciones del Estado, convocados a indicación de la discreta y eficaz mano de Melquíades Álvarez, acuden a esos encuentros que a mi se me antojan deseables en el entorno más próximo del lugar en el que vivo y amo. Pero de momento se ve que aún no llegó el día. O que nos hace falta una decisión de la que carecemos..

Melquíades Álvarez, el anfitrión y convocante, viene siendo algo así como un Monsieur Lipp parisino, redivivo en Madrid y capaz no de sentar a una mesa de las del piso de arriba a todo un ministro francés de Hacienda, castigado porque no le caía bien o le había multado – tal y como hizo el citado un día en el que yo comí en su casa con el llorado Feliciano Fidalgo para acabar tomándonos el café con Simone Signoret y Marcelo Mastroniani- sino y bien por el contrario capaz de sentar a ex ministros socialistas con ministras populares, escritores de izquierdas con escritores de derechas, jueces con fiscales, gentes sin blanca con empresarios portentosos, unidos por la única relación que establece la galleguidad y el haber hecho o al menos haber intentado hacer algo aportante en esta vida.

El monsieur francés, ya fallecido, tenía en su brasserie un enorme cartel a la entrada que indicaba una espera mínima de noventa minutos. Creo que no lo había retirado desde finales del siglo XIX cuando el local que visitarían Proust, Gide o Malraux, entre muchos otros, había sido recién inaugurado. Cuando yo entré en él no había un alma y le dije a Feliciano: “Vámonos que tengo un hambre de lobo y no espero hora y media para tomarme un cocido por muy francés que sea”. El cartel era una artimaña para reservarse el derecho de admisión o el de sentar a cada quién en dónde monsieur Lipp estimase conveniente. Si no le caías bien comías en el primer piso, donde no fueses visto ni pudieses ver a nadie, así el ministro del dinero; si por el contrario fueses de su agrado lo harías en la planta baja, a la vista de todos. Feliciano Fidalgo era gente querida en París, comimos en la planta baja, llegaron quienes dije y acabamos tomando café con ellos. Feliciano era un portento de persona y periodista. En “La Tour d’Argent” el secular restaurante en el que multimillonarios de todo el mundo reservaban mesa con meses de antelación, llegabas con Feliciano sin que este hubiese avisado a nadei y siempre había para él una mesa a la que poder sentarse y ver el Sena deslizarse, majestuoso y lento, allá abajo, dando vueltas.

En el Café Varela no existe ese cartel, ni siquiera ves el Manzanares, y Melquíades Alvárez no tiene el gesto adusto de Monsieur Lipp, sino la sonrisa abierta y la mano tendida para aquel que llegue, pero el local también suele estar lleno; lo digo por si se les ocurre visitarlo en cualquier desplazamiento a la que Ortega llamó la ciudad rompeolas de todas las Españas. De un modo u otro allí suele haber siempre un escritor, un locutor de televisión o radio, un periodista o un gallego prominente en cualquiera de los muchos ámbitos citados. Todos los años, por estas fechas, se celebra allí no una comida, que es lo habitual, sino una cena en la que se entrega el Premio Café Varela. Se entrega como prenda del premio una pieza de Paco Leiro, consistente en una “varela”, en una pequeña vara de plata, con la que se reconoce a un gallego destacado en las artes literarias, el año pasado a Ramón Pernas, este año ya veremos. Entonces, será otra oportunidad de viajar hasta Madrid.

Es indudable que un país se construye a base de palabras. son ellas las que nos sostienen y empujan, las que nos deciden a afrontar la aventura de vivir, haciéndolo con mente e ideas claras o con la mirada turbia y empañada que siempre suele acompañar a la ignorancia. Un país se construye dialogando, promediando entre opciones encontradas, entre opuestos intereses e incluso entre devociones y creencias polares en tantas ocasiones como nunca quisimos imaginar posibles.

No dejará de haber quien se pregunte si merece realmente la pena ir hasta Madrid tan sólo para celebrar una comida. Les diré que sí, pero que no es solo la comida, sino que en el menú va incluido el arte de conversar, la bonhomía de hacerlo entre contrarios y la alegría de ver como gentes tan distintas y de tan diversas procedencias se entienden y dialogan, se cuentan chistes o intercambian sueños entreverados de esperanzas. ¿Cómo no va a merecer la pena la contemplación de tal prodigio?

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