Opinión

Ourense es mucho Ourense

No sé si quedarán muchos que recuerden que antes, en vez de escribir “tenis”, lo correcto era zumbarle otra ene de propina, así: tennis, como en inglés; es decir, que lo correcto igual no lo era, pero sí era de lo más fino. También decíamos basketball y a los botines que nos poníamos para jugar al baloncesto les llamábamos baskines. ¡Ah, qué tiempos!

Entonces en Ourense ya había un Club de Tennis que luego desaparecería. Estaba situado detrás de lo que fue el edificio que albergó el Gobierno Civil y ahora no sé si sigue haciendo lo mismo, acogiendo entre sus muros la llamada Subdelegación del Gobierno. ¡No va nada de un gobierno civil a una subdelegación! El subdelegado viene siendo algo así como el jefe de los guardias y, antes, el gobernador civil era el jefe de todo y de todos. Todo un mundo de distancia.

El Club de Tennis, como les decía, estaba detrás del Gobierno Civil, en un nivel un poco más alto que el de los bajos de tan emblemático edificio, de forma que para llegar a él había que ascender por una rampita térrea que subía desde el nivel de la calle y que a mí, entonces, se me antojaba todas una señora cuesta. 

En aquel tiempo todavía no existía la que se llamó calle Diagonal y ahora se conoce como avenida de Juan XXIII. Sí existía, en cambio, el llamado Campo de los Maristas, que ocupaba parte de la calle recién citada y el solar del que sería el edificio que albergó una entidad pública que creo recordar que estaba vinculada con la Seguridad Social, o algo así. También recuerdo que en ella ejercía como abogado un pariente mío, Manolo Romero Rumbao, gran contador de historias, excelente narrador oral que fue. 

En ese Campo de los Maristas se jugaba al fútbol, al fútbol callejero, es decir que en él podían dar unos cuantos pelotazos los chavales de por allí. Del Club de Tennis recuerdo sus pistas abandonadas, por eso digo que era de hace muchos, muchos años y que han de ser pocos quienes lo recuerden en plena actividad.

Como se ve, alrededor del Parque de San Lázaro estaba el corazón de la ciudad. Se practicaban deportes en donde queda señalado y a partir de cierto tiempo también en el Cine Airiños que, como el propio nombre indica, estaba al aire libre y acogía en invierno combates de boxeo y partidos de baloncesto, los del Layton, que era un equipo patrocinado por la zapatería del mismo nombre situada al comienzo de la calle del paseo, al lado de Confitería Ramos y enfrente de la Ibense. ¡Ah, la Ibense, debiera haber sido declarada Bien de Interés Cultural, como tantas otras cosas!

Sigamos habitando el territorio de la melancolía que es, así comienza “Siempre me matan” una novela que habla de un emigrante ourensano, “el único territorio soberano”; el único capaz de adaptar el paisaje a tus deseos, acaso el más visitado de todos los territorios del espíritu. 

En la parte alta del Parque de San Lázaro estaban la delegación de sindicatos y los bajos a los que acudían los aficionados al aeromodelismo, no pocos de ellos procedentes de la delegación del Frente de Juventudes sita casi en la esquina opuesta a la que da inicio a la calle de Santo Domingo. Gobierno Civil, sindicatos, frente de juventudes, convento de los franciscanos y al comienzo de Curros Enríquez la llamada Jefatura Provincial del Movimiento. Imagínense. Entonces la Torre de Ourense no era ni tan siquiera un sueño.

En la cafetería del Hotel Parque tenía Vicente Risco su tertulia; en el Azul, casi al lado, tomaban el vermú los de Falange que, por la tarde, irían a echar la partida al Café Madrid, en plena calle del Paseo. Tampoco existía entonces la sala de fiestas Auria. Pero si “La Bilbaína” que era un café cantante al que acudían las folklóricas y las vedettes no sé si muy de moda porque nunca pude entrar allí. Tampoco en “La Coruñesa”, ya en los jardines del Padre Feijoo, detrás de la Diputación y cerca de la Viuda de Lisardo que era a donde acudíamos a comprar los cromos de futbolistas que luego cambiábamos, más o menos delante de ella, en donde se encuentra la Quimera que modeló Xaime Quessada, el pintor genial, y pródigo, y generoso, y buen y llorado amigo que todos recordamos.

Ourense siempre fue mucho Ourense. En la Plaza Mayor estaba ya el edificio de la alcaldía y entre él y el del gobierno civil, como si fuese el fulcro de una balanza imposible estaba el Bar Tucho, el Volter abrigo de los artistiñas que Risco bautizó y que, si la Ibense debiera haber sido declarada BIC, este bar debiera ser reconocido como Patrimonio Mundial de la Humanidad, ahí es nada, pues nunca espacio tan pequeño albergó en su interior tanta libertad creadora como él, tanta ansia de libertad ciudadana como él, tanto sueño, arte tanta, vistiendo las paredes y ocupando los espacios.

Hoy la ciudad ya es otra. Se nos ha hecho mayor y ya es la tercera de Galicia. Sin embargo sigue siendo preciso preguntarse qué es lo recuperable de aquel Ourense que describió Risco al pie de las ilustraciones de Conde Corbal secuencialmente publicadas en estas mismas páginas. Quizá no haya que recuperar nada, pues todo está ahí, ahí permanece el Orense perdurable y lo único que necesitemos, o convenga traer de nuevo para que de nuevo habite entre nosotros, sea el espíritu que animó a todos los nombres agrupados alrededor de Risco y de Otero Pedrayo, de la gente del Ateneo y de otras instituciones, el mismo que supo alentar debidamente el alma ciudadana y que, ya con otros nombres, vaga ahora por la ciudad de modo que se diría desacompasado. Andar por ahí, sí andan nombres, el mismo espíritu; el caso sería “arrejuntarlos” y hacerlos uno.

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