Opinión

Señora de la niebla

Escribió Risco que la ciudad, esta nuestra, tiende a mineralizarse. Lo hizo en un bucólico artículo que publicó en este periódico y luego editó en su “Libro de las horas”, quizá porque nuestra ciudad siempre fue relacionada con el oro, ignoro si muy justamente. Lo pienso así porque, si me lo perdonan, yo siempre la relacioné con el agua.

Para mí la ciudad es el Miño; incluso el Barbaña, que ahora nadie ve a pesar de que su agua sigue fluyendo por debajo de ella. También la relacioné siempre con las Burgas que siguen mostrando el misterio de la hirviente y suya y que no pocos pensaban nacidas en la catedral, brotando de una sima, profunda y escondida, debajo del altar de no diré nunca qué santo. La relacioné incluso con la niebla que, al fin y al cabo, agua es también aunque suspendida, flotante e igualmente misteriosa.

Cuando yo era niño, la niebla llegaba por el río. Entonces sus aguas todavía no estaban represadas como lo están ahora y la niebla seguía el curso del agua sin detenerse en el espejo gris de las aguas remansadas en los embalses que ahora lo jalonan. Seguía su camino, entraba en la ciudad y la invadía. Si alguien nos hablaba del smog londinense, de aquel puré de guisantes como se le llamaba entonces, no sé si también ahora, el pea soup producto de una contaminación hoy controlada, nosotros nos sonreíamos. Nuestra niebla era pura e incontaminada, espesa, sí, pero blanca, tanto que se diría de nácar.

En el Campo de los Remedios, al pie de la capilla desaparecida, la niebla se mezclaba con el aroma de los enormes eucaliptos entonces existentes y con los restos que solían dejar las vacas y las caballerías que lo habían estado ocupando durante los días de feria. La mezcla resultante, húmeda de niebla, cálida de boñigas, despedía un olor que, al recordarlo hoy, se ofrece incluso lleno de ternura. En aquellos años no existían los piensos compuestos, los animales pacían hierbas y el aroma era tan distinto que, recordarlo, puede producir efectos tales como el que se indica.

Una vez que se había detenido en los Remedios, se expandía por el centro de la ciudad. Ascendía por la calle del Progreso y en la alameda del crucero, así se le decía entonces, se deslizaba entre las acacias ahora desaparecidas, hasta llegar a los jardines del Posío. Lo recuerdo bien, ese era mi camino para llegar al instituto. El río entonces, es decir, el agua lo dominaba todo.

Incluso el Barbaña podía dar sustos. Una vez se desbordó y se llevó con él trece vidas de orensanos. Creo que debió de suceder por junio, acaso en mayo, cuando se producían unas tormentas que hacían temblar la tierra y unas lluvias que convertían la calle del Progreso en un río que bajaba enloquecido hasta llegar al puente viejo y desaparecer confundido con el Miño.

No sé si hoy la ciudad se habrá por fin mineralizado y si el oro habrá ganado la partida. Lo ignoro. Pero quiero creer que no, que sigue mandando el agua y que la niebla regresa de vez en cuando; aunque ahora sea ligera, inconsútil. No como antes, que se diría cosida a las esquinas en las que suele da la vuelta el aire, pegada a la tierra, sujeta por las veletas de los más altos campanarios, de modo que ni la más leve brisa pudiese penetrar en la ciudad y conmoverla. Amortiguando las campanadas que ahora suenan más ligeras y menos breves porque no hay nieblas como las de antaño, tan espesas que las contengan como entonces; ni acaso razones para que lo hagan.

Entonces, si subías hasta Montealegre, la ciudad se te ofrecía oculta por un inmenso lago que no era otra cosa más que esa espesa capa de niebla bajo la que se escondía del mismo modo que se afirmaba que lo hacía la de Antioquía en el fondo de la Laguna de Antela. Tampoco hay ya laguna. Puede ser cierto que todo se vaya mineralizando y que Risco tuviese razón cuando así lo escribió mientras hablaba de que estaban floreciendo los frutales. Ahora ya pronto lo harán de nuevo.

Yo amaba esa ciudad envuelta en el misterio de la niebla, esa ciudad del agua, señora del río que desfilaba sobre coiñales que los tiempos se llevaron. Todavía la amo cuando regresa a mí en las alas del recuerdo. Ah, el recuerdo; ese viento suave que acaricia el alma. Ahora mismo, mientras regreso a ella y la evoco para todos ustedes, pero también para mi, que siempre soñé en volver y ahora lo hago. Aquí nos veremos para que yo les hable de estas y otras cosas, dos veces por semana.

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