Opinión

El tiempo y las grandes verdades

Según la vida va avanzando te vas dando cuenta de que las grandes convicciones, los postulados poderosos, las solemnes verdades, se van reduciendo no solo de tamaño sino también de intensidad. Lo hacen de modo, que ya al final o estando próximo a él, el alma se te va desnudando y dejando asomar, ya sin pudor alguno, las pequeñas y sencillas verdades que hasta entonces despreciaste y nunca consideraste propias.

Se trata de un camino que todos, o casi todos, recorremos; pues también hay gente que muere con la boca llena de afirmaciones tajantes y conclusiones contundentes. Acaso sean más felices, pero es de suponer que el resto seamos mucho más serenos. Vaya una cosa por la otra.

El doctor Francisco García, cardiólogo eminente que ejerce en Madrid, pero que es compostelano y tan buena gente que hasta pudiéramos considerarlo ourensano –disimúlenme este repentino ataque de chovinismo, tan impropio de uno de Allariz- me hace llegar por vía de correo-e, una reciente reseña aparecida en un periódico gallego en la que se recuerdan las efemérides habidas en el lejano 1966 siendo estas mismas fechas; es decir, hace medio siglo. Entonces el mundo, nuestro pequeño y más próximo mundo, estaba todavía lleno de esas verdades contundentes a las que se hacía alusión en uno de los dos párrafos anteriores.

Se afirmaba en él que “La Superioridad” había valorado la propuesta del consejo de redacción de un periódico gallego en el sentido de sustituir a quien lo dirigía por otro señor que, hasta entonces, había venido alternado las labores de redactor jefe con las de subdirector del mismo rotativo. A estas alturas de navegaciones internáuticas ya casi nadie se acuerda de que a los diarios también se les llamaba rotativos…¡dios, cómo cambia el mundo!

Hace cincuenta años, posiblemente, “La Superioridad” hubiese sugerido al consejo editorial del prudentemente no citado rotativo la conveniencia de sustitución de un director por otro y, como las cosas se hacían en “la debida forma”, el consejo elevó la propuesta, la Superioridad la valoró y a rey muerto, rey puesto. O algo así. ¡Lo que va de ayer a hoy!

En uno de aquellos años, quizá dos o tres antes, le machaqué una intervención a mi admirado Álvaro Cunqueiro. Me arrepentiré mientras viva porque, las cosas, el resto de las cosas, también eran así entonces. Don Álvaro acababa de pronunciar una conferencia en la sala pontevedresa del sindicato vertical, situada en una esquina de la Plaza da Estrela, casi al lado del “Carabela”, que había versado sobre “La libertad de prensa” y estaba teniendo lugar un animado coloquio, algo hasta entonces no muy frecuente.

A lo largo de su disertación, Cunqueiro había afirmado la existencia de tal libertad, ejemplificándola en el hecho de que, los directores, recibían a primeros de cada mes una relación de temas que no deberían ser tocados, dejando el resto a su criterio y valoración con absoluta libertad.

Entonces el mundo, es decir, nosotros, estábamos llenos de afirmaciones tan solemnes como la emitida por el gran escritor. Eran afirmaciones que permitían que, los jóvenes casi imberbes como yo podía serlo entonces, emitiésemos las contrarias con total seguridad y contundencia. Por eso me levanté y, del mejor modo que pude, es decir, con cierta agresividad no exenta de sarcasmo y de ironía le pregunté a Don Álvaro si lo que él decía ser libertad de prensa podría ser calificado de cachondeo absoluto; o algo así. En ese momento el señor delegado provincial del Ministerio de Información y Turismo, antes de que Cunqueiro respondiese y según creo recordar, se levantó dando por finalizado el acto.

Es de ley recordar que entonces no me pasó nada. Pero recuerdo que, a los pocos meses, necesitando un pasaporte para acudir a embarcar en un buque surto en Tánger fui entretenido por el señor comisario de policía hasta que logró que lo perdiese. Sin embargo, llegados estos días, tanto mi “hazaña” como la actitud de La Superioridad policial, que lo era, sobre todo esta, pueden llegar a antojárseme banales. Puede que lo fuesen. Pero también puede ser la edad nos debilite y adormezca; ya sabe, eso de que cualquier tiempo pasado fue mejor y, la verdad, yo no estoy muy convencido de ello. Las grandes verdades de antaño, las más de ella, son sencillas y anecdóticas hogaño.

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