Plácido Blanco Bembibre
HISTORIAS INCREÍBLES
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SUEÑOS DE OLIMPIA
Se cumplió el 50 aniversario de uno de los acontecimientos más importantes de la historia del deporte. El combate de boxeo entre Muhammad Ali y Joe Frazier, disputado en Manila (Filipinas).
Se desarrolló una pegajosa mañana del 1 de octubre de 1975, en un ambiente irrespirable. No fue deporte. Ambos acudieron dispuestos a destruir al rival. El “acabado” -según la prensa- Frazier, se presentó obstinado en devolver a golpes todas las humillaciones e insultos proferidos por Ali durante años.
28.000 sardinas apiñadas en las gradas y millones de personas por televisión presenciaron un combate que superó todo lo visto hasta entonces.
Ali dominó los cuatro primeros asaltos. Mantuvo la distancia e insultos: “Mono feo”, “marica”, “tonto”… Seis veces pareció noquear a Frazier con combinaciones magistrales.
Se medía a un tan menospreciado como fabuloso boxeador. Frazier aguantó lo indecible y comenzó a responder a partir del cuarto. Pulverizó hígado, páncreas, pulmones, cabeza… cualquier parte de Ali, usando una derecha en teoría inútil.
Ali sintió que el cuerpo no respondía. “Esto es lo más cercano a la muerte”, dijo a su equipo. Pero aceptó el reto. Gloria o funeral. La pelea fue salvaje, espeluznante hasta el comienzo del último asalto.
Decimoquinto y definitivo. En una esquina, un Ali incapaz de mantenerse en pie. En la otra, un Frazier ciego, pero dispuesto a terminar. Se impuso la razón. Eddie Futch, técnico de Frazier, había visto ocho boxeadores muertos y no quería dos más. Tiró la toalla, dicen que segundos antes que Angelo Dundee.
Antes o después. Ali o Frazier. No importa. Ambos entraron en el olimpo de los deportistas eternos.
Solo tras el combate, lamiendo las heridas en el vestuario, Ali solicitó la presencia de Marvin, el hijo de Frazier, para disculpar su lamentable conducta.
Joe Frazier nunca las aceptó. Incluso afirmó que el Parkinson que terminó con Ali había sido a través de sus puños y “justo castigo de Dios”. Este inmenso odio y rencor se forjó cinco años antes, víspera del primer enfrentamiento entre ambos, en 1970.
Frazier había sido el único y fiel amigo de Ali cuando éste fue suspendido por negarse al alistamiento militar de la Guerra del Vietnam. Entre 1967 y 1970, Frazier le dio dinero e incluso intercedió ante el presidente Nixon para que se levantase la sanción.
Ali agradeció el apoyo con una campaña muy sucia previa al primer combate. Solía montar el show, cierto, pero con Frazier superó cualquier límite.
Lo insultó de forma denigrante. Además, lo presentó al servicio “de los blancos”. Como un negro encantado de ser esclavo del poder. Lo incluyó en la lucha entre dos tendencias entre la comunidad negra en los convulsos años 70 de los Estados Unidos.
Resulta surrealista que un mulato de clase media, sin trabajo conocido hasta el boxeo, borrego repetidor de las consignas de la lunática ‘Nación del Islam’ humillase a un negro de origen más que humilde, nieto de esclavos y capaz de las labores más extenuantes antes de terminar en el ring. El caso es que Ali se convirtió en referente universal y Frazier murió en una sencilla habitación al lado de su gimnasio.
Frazier, de credo baptista, sufrió mucho aquella campaña. Su familia sufrió rechazo e insultos. Su hijo recibió palizas en el colegio. Se sintió traicionado por Ali. No hubo perdón y murió con ese rencor.
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