Opinión

Los derechos sucesorios de la Infanta

Si en este país hay una institución que mide bien los tiempos, mucho mejor que cualquier otra, esa es sin ninguna duda la Corona. Y no es nada baladí que precisamente el día anterior a la entrega del bastón de mando en las alcaldías de los más de 8.000 ayuntamientos salidos de las elecciones municipales del 24 de mayo, haya sido el elegido para la publicación en el BOE del Real Decreto 470/2015, de 11 de junio, por el que se revoca la atribución a Su Alteza Real la Infanta Doña Cristina de la facultad de usar el título de Duquesa de Palma de Mallorca, en conformidad con lo dispuesto en el artículo 6 del Real Decreto 1368/1987, de 6 de noviembre, sobre régimen de títulos, tratamientos y honores de la Familia Real y de los Regentes, que le fue conferida mediante Real Decreto 1502/1997, de 26 de septiembre.

Es un gesto simbólico, así lo entiendo yo, un tanto forzado ante las mareas emergentes y los nuevos aires de renovación democrática que se respiran en el ambiente. Un gesto eso sí, a mi juicio, tardío, polémico e insuficiente. Tardío porque esa decisión debió adoptarse mucho antes, el daño generado a la Corona ha sido irreparable; polémico porque la Infanta difundió a través de su abogado que fue ella quien solicitó la renuncia, lo que ha sido desmentido por Zarzuela, e insuficiente porque sigue siendo la sexta en la línea de sucesión, y como decía Cánovas del Castillo, no hay asunto más vital y consustancial con la monarquía que el principio hereditario en la sucesión del trono.

El régimen sucesorio está basado en los principios del llamado “orden regular”, ya establecido en las Partidas, que también se extiende a las causas de modificación y exclusión de este orden sucesorio, como la abdicación y la renuncia, de gran trascendencia política, pero también jurídica. La Constitución Española de 1978 en el artículo 57.5 establece que una ley orgánica deberá resolver la cuestión de las abdicaciones –lo hemos visto con Juan Carlos I- y demás dudas sobre el orden sucesorio, que puede variar y esta variación puede responder, o bien a causas de modificación del propio orden sucesorio o bien a causas de exclusión por matrimonio, por incapacidad o por indignidad. La renuncia de los derechos sucesorios no está regulada en la Constitución. La última fue la preconstitucional de Don Juan en 1977, a quien correspondía el orden dinástico, cuando su hijo ya había sido proclamado rey.

La renuncia del príncipe/princesa de Asturias, en mi opinión, debe hacerse ante el rey y este comunicarlo al presidente del Gobierno, con cuyo refrendo lo remitiría a las Cortes, que reunidas en sesión conjunta tomarían conocimiento de la renuncia. En el caso de las infantas o los nietos del monarca, estas renuncias deberían hacerse ante el rey, que daría conocimiento por medio del presidente del Gobierno al presidente de las Cortes Generales, sin necesidad de que éstas en este caso se reunieran en sesión conjunta. La opinión doctrinal mayoritaria es que la renuncia no afectaría a los descendientes ya nacidos, tratándose de una cuestión personalísima, voluntaria y unilateral inherente a la infanta. Si es así, y la renuncia no se produce, habrá que habilitar la reforma necesaria para impedir la hipotética, y esperemos que improbable posibilidad, esperpéntica pero constitucional, de ni tan siquiera imaginar a Iñaki Urdangarin como rey consorte o como regente.

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