Opinión

Si el honor fuese rentable, todos serían honorables

En política cuando no sólo no se tienen ideas de casi nada, sino que uno se cree infatuado de ellas y le dejan cancha para actuar, suele revelarse una torpeza tan manifiesta que donde se pone el ojo y en el peor de los casos la mano, se ciega el entendimiento. La corrupción, esa lacra incesante, el rayo que no cesa que diría Miguel Hernández, es un mal antiguo que esporádicamente nos deja fulminados. Si no peleas para acabar con la corrupción y la podredumbre, acabarás formando parte de ella, cantaba Joan Báez. Mucho me temo que es un fenómeno inextirpable, porque respeta de forma rigurosa la ley de la reciprocidad. Según la lógica del intercambio, a cada favor corresponde un regalo interesado. Lejos de los viejos valores del honor que defendía el caballero andante Don Quijote. Uno de los primeros casos de corrupción documentado, según algunos historiadores, se remonta al reinado de Ramsés IX, 1100 a.C., en Egipto. Peser, antiguo funcionario del faraón, denunció en un documento los negocios sucios de otro funcionario que se había asociado con una banda de profanadores de tumbas. 

Los griegos tampoco andaban a la zaga, en el año 324 a.C. Demóstenes fue acusado de haberse apoderado de las sumas depositadas en la Acrópolis por el tesorero de Alejandro. A Pericles, conocido como el Incorruptible, se le acusó de haber especulado sobre los trabajos de construcción del Partenón. El apóstol Pablo de Tarso expresó que “el origen de todo lo malo es la avaricia”. En latín esta frase equivale precisamente a “Roma”, como podemos comprobar si unimos en un acrónimo las iniciales de las palabras: Radix Omnium Malorum Avaritia. 

Igual sucede si hacemos lo propio con el caso Roldán, el caso ORA, el caso Malaya y el caso Acuamed, que también equivalen a “Roma”. En cambio Koldo y Kitchen, los asuntos más feos que los dos partidos principales tienen abiertos en la Audiencia Nacional, empiezan por la terrorífica K de Ku Klux Klan,. 

En Roma se cometieron irregularidades que recuerdan mucho a las de hoy, por ejemplo, el teatro de Nicea, en Bitinia, costó diez millones de sestercios, pero tenía grietas y su reparación suponía más gastos, con lo que Plinio sugirió que era más conveniente destruirlo. Los políticos acusaban a sus rivales de corrupción, independientemente de si eran o no culpables. César para vengarse de Catulo, que le había involucrado en la conjuración de Catilina, le acusó falsamente de malversar los fondos destinados a la restauración del templo de Júpiter. Bertolt Brecht, en su obra sobre Julio César escribe que “la ropa de sus gobernadores estaba llena de bolsillos”. Cicerón reconocía que: “Servirse de un cargo público para enriquecimiento personal resulta no ya inmoral, sino criminal y abominable”. El caso más célebre fue el de Verre, gobernador en Sicilia, se le imputaron extorsiones, vejaciones e intimidaciones. Catón, el censor, sufrió múltiples procesos por corrupción. El general Escipión fue condenado al destierro por mandar quemar pruebas que involucraban a su hermano Lucio en una estafa. 

En la Edad Media, el auge de los señores feudales trajo la impunidad de las corruptelas. Dante sitúa a los corruptos en el infierno, pero pagó con el exilio al ser declarado culpable de recibir dinero a cambio de la elección de los nuevos priores y de haber aceptado porcentajes indebidos por la emisión de órdenes y licencias a funcionarios del municipio. Ya escribió Maquiavelo: “que el príncipe no se preocupe de incurrir en la infamia de estos vicios, sin los cuales difícilmente podrá salvar al Estado”. Mateo Alemán, autor de la novela picaresca “Guzmán de Alfarache”, cuenta como todos compraban cargos con el único fin de sacarles provecho. El propio Sancho Panza comunica por carta a su esposa Teresa cuando parte a la ínsula Barataria: “Voy con grandísimo deseo de hacer dineros, porque me han dicho que todos los gobernadores nuevos van con este mismo deseo” 

La Revolución Francesa, con la llegada de Robespierre, conocido como el Incorruptible, trajo un aire fresco que duró muy poco. Incluso el jacobino Saint-Just se vio obligado a reconocer que “nadie puede gobernar sin culpas”. Napoleón solía decir a sus ministros que les estaba concedido robar un poco, siempre que administrasen con eficiencia. La llegada del capitalismo y de la revolución industrial aumentó las relaciones comerciales y, al mismo tiempo, las prácticas ilegales. 

Los totalitarismos del siglo XX reforzaron las actuaciones delictivas de los gobernantes. Winston Churchill dijo que “un mínimo de corrupción sirve como un lubricante benéfico para el funcionamiento de la máquina de la democracia”, al tiempo que resumía la política expansionista en las colonias de forma tajante: “corrupción en la patria y agresión fuera, para disimularla”. 

Con la consolidación del Estado de derecho, creíamos que el fenómeno debería estar bajo control, por lo menos debería tener cierta reprobación social. En cambio hemos visto a corruptos que sólo por su incompetencia debería barrerlos de la vida pública que sin embargo han resultado nuevamente elegidos. Quizá tenía razón François Mitterrand: “Es cierto, Richelieu, Mazarino y Talleyrand se apoderaron del botín. Pero, hoy en día, ¿quién se acuerda de ello?”. Un tal Koldo nos ha hecho recordar que la pandemia fue un nauseabundo negocio. Hay una receta, la auspició Tomás Moro: “Si el honor fuese rentable, todos serían honorables”. 

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