Opinión

La foto a Dora y su radio

20181214164619316_result

Hace dos semanas en el Auditorio Manuel María se procedió a la entrega de premios de la tercera edición del concurso de monólogos de Barbadás. Serxio Pazos, enfundado de afiador en una soberbia actuación, recordó la emotiva anécdota de la foto del gran fotógrafo Virxilio Vietez a Dora y su radio. A mediados del siglo pasado el fotógrafo era la persona que en cierta forma daba fe, a modo de notario, de que algo había pasado. Es fácil imaginar el prestigio y la importancia que los fotógrafos tenían en una sociedad emigrante como aquella. La puesta en escena de las imágenes de Virxilio Vietez nos invitan a viajar a un mundo diferente donde se mezcla lo real y lo simbólico, lo evidente con lo metafórico, lo dulce con lo amargo, lo luminoso con lo sombrío, y sobre todo la añoranza del recuerdo. 

En esa foto a Dora que aludía, aparece una anciana sentada, vestida de luto, con el cabello sin pañoleta, posiblemente para la ocasión. Sobre otra silla hay una radio con el cable del enchufe enrollado en la parte superior. La anciana abraza la silla en la que reposa el aparato, tiene la mirada perdida entre la nostalgia y el orgullo de la modernidad del artilugio que sostiene a su lado. Está en el exterior de lo que parece ser su humilde morada. El suelo de la calle tiene un empedrado muy descuidado y nada uniforme. Al fondo de la imagen aparece una pared de bloques con una puerta desvencijada de madera que tiene el pestillo oxidado, carcomida por el paso del tiempo, como la cara de la mujer que además refleja una vida nada fácil. Posa con los labios cerrados, apretando disimuladamente uno contra el otro, porque seguramente carece de dentadura. 

La mujer, de nombre Dora, tenía un hijo en la emigración. Conocedor de que su madre pasaba mucho tiempo sola, decidió regalarle una radio. Estaba convencido de que su madre al escuchar la música y los programas emitidos a través de las ondas le harían compañía y llevaría mucho mejor la amargura de la soledad. Envió el dinero a los amigos que aún tenía en la aldea para que se lo compraran. Como buen gallego, desconfiado de que no cumplieran la compra y que empleasen el dinero en otros menesteres, le encargó a Virxilio Vietez que le enviara una foto con su madre junto a la radio como testimonio mudo inequívoco. La mujer todas las tardes salía de casa tal como aparece en la foto. En una silla se sentaba ella y en otra colocaba la radio. Cuando los vecinos pasaban por delante y le preguntaban por la radio toda llena de ternura y de esa inevitable vanidad materna les respondía que se lo había regalado su hijo. Lo que su hijo ignoraba es que su madre nunca llegó a tener luz eléctrica en su vivienda. 

Esta historia de Dora, de una radio sin voz, confieso que me llegó muy hondo. Me hace reflexionar en las muchas Doras que tenemos cerca de nosotros, sobre aquellos enfermos cuyo sufrimiento les impide estar conectados a la vida y que son un ejemplo de coraje, de las personas con discapacidad marginadas que son tanto o mucho más válidas que cualquiera de nosotros, cuya voz permanece sin cable, sin sonido y sin la igualdad de oportunidades que merecen. Me hace reflexionar en las insufribles liturgias de líderes políticos desconectados con la realidad social en la que viven, en los llantos desgarradores de tantos niños que mueren diariamente de hambre que no son escuchados en occidente. Me hace reflexionar en el silencioso pero implacable retroceso mundial de los derechos humanos más elementales, embarcados en una espiral de violencia y de odio extremos. 

La de Dora, es en definitiva una historia llena de ternura y amargura a la vez, un sueño que a su modo hizo realidad, una realidad sin sueño, o quizá mejor, un sueño y una esperanza a la cual agarrarse cuando la realidad en la que vivimos nos avoca a la sinrazón. Pensando en la radio sin voz de Dora, cito el poema del poeta Manuel María que da nombre al Auditorio de Barbadás: O idioma é a chave / coa que abrimos o mundo / o salouco máis feble, / o pesar máis profundo.

Te puede interesar