Opinión

'¡BIENVENIDO, MR. HU!'

La película ¡Bienvenido Mr, Marshall!, del recién desaparecido director de cine Luis Berlanga, se ha considerado como clásica en la breve historia del cine español. La anunciada llegada de los americanos a un pequeño pueblo de secano, situado en la Andalucía del flamenco y el toreo (Villar del Río), auguraba prosperidad y mejor calidad de vida. El título asociaba el programa económico (el Plan Marshall) que, subvencionado por Estados Unidos, sacaría a Europa del marasmo económico que padecía al final de la catastrófica Segunda Guerra Mundial. España había quedado al margen, arrastrando miseria, incultura y negación de los derechos humanos más básicos. Con la llegada del presidente Dwight D. Eisenhower ('Ike') a Madrid, en 1959, y con la admisión de España en el marco de las instituciones internacionales, el convenio subscrito con Estados Unidos, la implantación de bases militares americanas y las promesas de generosas ayudas económicas, se alardeó sobre un nuevo renacer económico a la vuelta de la esquina. Le siguieron los años de la Vespa, del Seiscientos, de la leche en polvo y del queso americano que se repartían gratuitamente en las escuelas de nuestra Galicia profunda. Villar del Río venía a ser la metonimia idealizada, y a la vez ridícula y bufonesca, de lo sueños de un país en la miseria: 'Los yanquis han venido, / olé salero, con mil regalos, / y a las niñas bonitas/ van a obsequiar con aeroplanos'. Su alcalde, don José (José Isbert) instó a los notables del pueblo a organizar una bienvenida, que fuese celebrada en toda la comarca. Su discurso ante los aldeanos es memorable.


Y si bien 'toda comparación es odiosa, y, así, no hay para qué comparar a nadie con nadie', advertía don Quijote en el gran episodio de la Cueva de Montesinos (Don Quijote, II, xxiii), la llegada a España del ministro de Finanzas chino y, sobre todo, del presidente de China, Hu Jintao, a Estados Unidos, firmando importantes contratos comerciales, asocia, salvando las diferencias, el júbilo de Villar del Río ante la llegada de la gran caravana de imponentes automóviles americanos que prometían el oro y el moro, y que pasaron de largo dejando a los aldeanos con la boca abierta, defraudados. China ha desbancado a los americanos, amasando divisas, fabricando miles de cachivaches, y firmando convenios, planes de rescate, acuerdos e intercambios comerciales. El lejano Plan Marshall tiene una nueva lectura: el Plan China, aplicado a un mismo espacio (Europa), y ante una profunda crisis económica: falta de liquidez y de solvencia de las instituciones bancarias.


Cunden los comentarios sobre el gran empuje comercial de China y su rivalidad con Estados Unidos como primera potencia económica, augurando la hegemonía del imperio amarillo, desplazando al yanqui en un futuro no muy lejano. El Made in USA de mediados del siglo pasado, más tarde en Alemania, después en Japón, impera ahora como Made in China. Pese a su cultura milenaria, sumida en parte en un enorme extensión rural pobre, y en contraste con los grandes cinturones industriales que bordean sus populosas ciudades, sus nuevos ricos pretenden ser, paradójicamente, más occidentales que chinos. Sus mujeres cambian quirúrgicamente sus rasgados ojos, viajan a Occidente, envían sus hijos a estudiar a Estados Unidos, Europa o Inglaterra, y asimilan la cultura de Occidente: fuman Camel, visten jeans, beben Coca-cola, y bailan al son de la música que llega de Occidente. Su cultura nunca tendrá un universal arraigo. Exportan masivamente porque lo hacen a bajo precio: árboles de plástico navideños, figuras de Santa Claus, sortijas plastificadas con la efigie del príncipe Guillermo y su novia Kate. Son conocidos imitadores de marcas de nombre.


El inglés, americano o británico, es la lingua franca (lo fue el latín en las primeras centurias de Occidente). Difícilmente lo llegará a ser el chino. Afincadas instituciones democráticas, tanto en la América del Norte como en la Europa occidental, promueven la autocrítica, la innovación, la alteración de poderes, la libre competencia, legal e igualitaria. La autocracia la altera a su aire, la limita y frena. Limita la individualidad, coarta los vuelos de la imaginación, mecaniza los hábitos de sus gentes. Un imperio se afinca en la libertad y en la riqueza humana de su pueblo y de sus instituciones. En su afincada identidad, y en su poder no solo económico o militar; también científico, académico y cultural. Estados Unidos no tiene en este sentido parangón. Sus grandes universidades, tanto públicas como privadas, ya presentes en el siglo XVIII, no son meras academias que distribuyen lo ya sabido. Son álgidos centros donde se promueve el crear ciencia y el aventurar nuevos conocimientos y teorías en todos los campos del saber. A veces de la teoría más disparatada a la más innovadora. Pero siempre en el límite (at the edge) de lo probable. O de lo posible. Lo avalan los continuos premios Noveles que surgen de sus centros y la fila de sus científicos y economistas de prestigio.


Un imperio, una cultura, también se arraiga y expresa en sus obras literarias, filmes, música, arte, dialogando de manera mixta, plural, con la variedad de sus gentes, y allende los mares (Atlántico y Pacífico). El imperio del tío Sam aún tiene mucho vuelo que recorrer. Porque no es cuestión de producir, vender y atesorar divisas; más bien de innovar, crear, de emprender nuevas rutas, de establecer nuevas fronteras. Y de dejar huellas imborrables en el gran recorrido de la humanidad que es la Historia. Tal fue el imperio romano con su lengua, cultura y millares de monumentos. Antes como ahora, pioneros de la imaginación. Léase Bill Gates (Microsoft), Steve Jobs (Apple), Mark Zuckerberg (Facebook), et alii.


(Parada de Sil)

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