Opinión

Celebrando un centenario: Cervantes (1616-2016)

Recorrer narrativamente una casa es caminar por un tiempo múltiple: el de los personajes, el del lector, el del autor, el del narrador. Basado en tales estructuras literarias es fácil analizar y definir una mentalidad inscrita en un espacio temporal que se alterna con otros textos y con los múltiples contextos aludidos. Tal vaivén conlleva toda una dialéctica que intensifica la dualidad múltiple del espacio casa. La casa acomoda nuestros deseos. Delineamos la existencia, la forma de ser y de vivir. Moldea nuestra identidad en concordancia con las mutaciones y los cambios a que sometemos el lugar habitado. Responde a formas de vida y a expectativas individuales. La casa como castillo (my house, my castle) de quien la posee es una arraigada metáfora en el imaginario de quien la habita: un señalado espacio narrativo e imaginario. Define caracteres y sobre todo amolda la conducta de quien la habita.

El espacio casa ya establece en Don Quijote una múltiple correspondencia de oposiciones y contrastes: la casa del hidalgo castellano, la venta de Juan Palomeque, la casa del Caballero del Verde Gabán, la cueva de Montesinos (el espacio de los mitos), el palacio de los duques, la casa de Antonio Moreno, en Barcelona, la llegada de don Quijote a su casa de su aldea, encarcelado en un carro tirado por unos parsimoniosos bueyes. La escritura etnográfica con frecuencia se mueve, de acuerdo con M. de Certeau, del centro hacia la periferia. En el centro los caracteres buscan y obtienen sus bienes, su casa; la periferia es el espacio de lo prohibido, de la trasgresión. Existen, pues, espacios públicos y privados, cerrados y abiertos, loci monumentales (iglesias, plazas, palacios); espacios cotidianos (calles, caminos), espacios sagrados (conventos, monasterios) y profanos (cárceles). Sin descontar el problemático espacio de frontera donde la comunicación entre dos culturas se establece en forma de pactos, contrastes y enfrentamientos. El espacio es, pues, un artefacto cultural y un signo que señala y define una identidad. Lo es la casa. 

El espacio abierto del camino, sin horizontes, que recorre don Quijote, peregrino de sí mismo, inestable entre lo que es y lo que pretende que la sociedad sea, sirve de agudo contraste. La casa de don Quijote es su camino real y su itinerario mental. El camino del Caballero del Verde Gabán es la casa donde éste reside: “paso la vida con mi mujer y con mis hijos y con mis amigos”. Al igual que la casa de don Quijote, la del Caballero del Verde Gabán dispone de una rica biblioteca (seis docenas de libros), cuyo contenido se aleja de los que posee don Quijote. Y pese a que observa que los libros de caballería “aun no han entrado por los umbrales de mis puertas”, se contradice al observar que “hojeo más los que son profanos que los devotos, como sean de honesto entretenimiento, que deleiten con el lenguaje y admiran y suspenden con la invención, puesto que estos hay muy pocos en España”. Si don Quijote es un lector itinerante, global, cuya realidad es la leída, don Diego es un lector estático, casero. Y lo es su hijo. Le explica a don Quijote: “Todo el día se le pasa en averiguar si dijo bien o mal Homero en tal verso de la Ilíada; si Marcial anduvo deshonesto o no en tal epigrama; si han de entender de una manera o otra tales y tales versos de Virgilio” (II, xvi). 

“Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea”: “las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea; y suspirando, y sin mirar lo que decía, ni delante de quien estaba, dijo: ‘¡Oh dulces prendas, por mi mal halladas, / dulces y alegres cuando Dios quería!’”

Los versos retumbaban en la imaginación de don Quijote. Asocia paródicamente la prendas de la amada con las barrigudas tinajas que decoran el paisaje manchego. Pertenecen al famoso soneto X de Garcilaso, con una clara reminiscencia en el libro de la Eneida de Virgilio. Le evocan viejas memorias: “¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura!” (II, xviii). La casa rústica, de aldea, se transforma en don Quijote y en don Diego en una casa letrada. La plática entre ambos termina con una “limpia, abundante y sabrosa” comida, comenta el narrador. Y concluye, “pero de lo que más se contentó don Quijote fue del maravilloso silencio que en toda la casa había, que semejaba un monasterio de cartujos”. 
(Parada de Sil)

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