Opinión

CINCO HORAS CON MARIO

Volví a casa pensativo, rumiando la excelente adaptación teatral de la novela de Miguel Delibes, Cinco horas con Mario, llevada a cabo por Natalia Millán en el madrileño teatro Reina Victoria. Vestida de riguroso luto, con pendientes de perlas y medalla en el centro del pecho, intranquila, nerviosa, Carmen Sotillo, de cuarenta y cuatro años de edad, inicia ante el féretro de su esposo un extenso soliloquio cargado de duros reproches, aireando la escasa comunicación con su marido, muerto en la madrugada de un infarto. Mario, catedrático de instituto, es el envés de Carmen Sotillo: conservadora, de clase media, llena de prejuicios, consciente de su posición social. Durante una larga hora y media, en una ciudad de provincias, Carmen deletrea los viejos recelos de las dos Españas: la liberal frente a la conservadora, la dogmática frente a la progresista. El discurso oral ?quien habla?, frente a quien siendo escucha (Mario) ya no escucha, adquiere una mágica fluidez coloquial, sin adornos retóricos o frases altisonantes: una obra maestra en la dramaturgia europea del pasado siglo.


La ironía es clave. Quien acusa y se cree víctima, ignorada y desatendida (Carmen), viene a ser victimaria de sus propios prejuicios. Con su muerte, Mario asume el fracaso de una convivencia basada en falacias ideológicas, aún vigentes. La variedad de tonos, pausas, giros, perífrasis, digresiones a modo de paréntesis, sobre la reprochable conducta de Carmen (frustraciones sexuales, breve flirteo con su amigo Paco, rico, luciendo un impresionante automóvil), sus denuncias, que revierten en confesiones, adquieren una gran fluidez coloquial a través de la palabra, no declamada, hablada. La femineidad de Carmen es su palabra. Directa, sin matices, cara a cara, dirigida al féretro que ocupa el centro del escenario. Y lo son sus poses y gestos: de rodillas, de pie, de lado, sentada, ya cansada, lista para irse a la cama, media desnuda, movida por el ágil y nervioso fluir de su discurso. Detalla la vida cuotidiana de una ciudad de provincia ?tenderos, autoridades, colegas del instituto, nuevos ricos, herida por la incomunicación y la falta de recursos económicos?.


Un drama, Cinco horas con Mario, que tiene como contexto social la España de los años sesenta del pasado siglo, cercana a la muerte del dictador, y a las puertas de la Transición. Y como estructura argumental, los reproches que la recién viuda dirige a su esposo, de cuerpo presente, durante la madrugada del velatorio, despejada la sala de visitantes. Sola ante el féretro. Cinco horas con Mario es también la presencia de un mayestático Yo que acusa, se confiesa, llora, solloza, gime y se ríe; que pide disculpas y reclama la presencia de un Tú, que, paradójicamente, ya no oye. Es cadáver. Irónicamente es este el punto convergente del drama.


Las vicisitudes de la relación matrimonial se presentan de manera caótica, obsesiva. Reflejan el choque de dos mentalidades. Menchu (Carmen) es la mujer provinciana, de clase media, dogmática e hipócrita, consciente de su sexualidad ?cuerpo y dinero?, apegada a viejos prejuicios (vagos, protestantes, gente de color) y al qué dirán. Su sectarismo es político y religioso, sexual y económico. Incide sobre el Seiscientos que no le quiso comprar Mario, y que tenían hasta las porteras. Porque hay que respetar las diferencias sociales. De hecho, contrasta su familia, de buena cuna, con la de Mario. Le reprocha el no consumar el matrimonio la noche de bodas, humillación que arrastra con amargura hasta el final, al igual que sus sospechas sobre la posible relación de Mario con una tal Encarna, que ésta admira.


El gran personaje del drama es el cadáver de Mario, protagonista sin voz, y el que origina el extenso soliloquio. Aquejado de fuertes depresiones, Mario fue víctima de una sociedad que no lo pudo aceptar. Liberal, demócrata, es la figura profética de la nueva España. La presencia del hijo, aún adolescente, que lleva el nombre del padre, encarna tal futuro.


Cinco horas con Mario es la mejor representación alegórica de España: liberal y dogmática, progresista y tradicional, ecuánime y visceral. Porque, de acuerdo con Quintiliano, alegoría es cuando se dice una cosa y se representan otras muchas.


(Parada de Sil)

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