Opinión

LAS LINDEZAS DE DON DIEGO

Vienen a cuento, al margen de los actuales casos de corrupción y de abultadas egolatrías, las lindezas de don Diego, el personaje central de El lindo don Diego de Agustín Moreto. Desmedido, obsesionado con su perfil anatómico bien diferenciad (pelo, cara, manos, busto, cintura, muslos, andadura) y con gestos amujerados, don Diego vive en imaginarios peldaños alejado de su contexto social, atrapado en una monomanía donde el egocentrismo y la petulancia son su común hábitat; un yoísmo ciego, absorbente, desquiciado. Conflicto eterno en el teatro de la vida y en la vida teatral (la llamada 'comedia del figurón'), que representa el dilema entre el individuo y la sociedad, el interés personal y el colectivo, el separatismo o aislamiento y la integración. Don Diego asume ser único, diferente, privilegiado. Se deja engañar o, mejor, se ciega, ante la posibilidad de un ascenso social: casarse con una marquesa que, al final, descubre ser la criada que sirve en la casa de su tío, don Mendo. Ya estamos a unos pasos de los inimitables caracteres de Molière (Tartuffe ou L'Imposteur).


La trama se va desarrollando a través de un complejo sistema de enredos y contra enredos típicos de la comedia barroca de mediados del siglo XVII. El lindo don Diego se representa con una favorable acogida en el madrileño teatro Pavón, situado en el extremo de la calle de Embajadores, a un paso de la plaza de Cascorro y del teatro La Latina. Forma parte de su escenografía un espejo de tamaño gigante, que agiganta la figura de don Diego, portando un gran sombrero voleado, capa, calzas pulidas con flecos, lúcidos zapatos, ridículos bigotes. Su amaneramiento, repitiendo el viejo pose paródico del mítico Narciso, trasluce su alocado sueño a medio camino entre comicidad y tragedia, farsa hilarante y descalabro moral. Se intensifica al mantener a raya el decoro y el recato de Inés y Leonor, las dos hermanas hijas de don Tello, a quienes las había escogido como esposos de sus dos sobrinos, don Lindo y don Mendo. Procedentes de Burgos, llegan a Madrid para llevarse a cabo el desposorio con ambas primas, ignorantes de la decisión del padre.


Uno de ellos, el alocado don Diego; el otro, el sumiso don Mendo, don Álvaro, el rival de don Diego, enamorado de doña Inés, despechado al ver que su dama se siente obligada a cumplir la palabra del padre: casarse con el grotesco galán. Se dobla la acción y no menos la figura del autor dentro de la representación de manos del gracioso Mosquito: el factótum de la comedia, que urde una segunda trama en la que cae atrapado el lindo don Diego. Ante don Tello, el padre de las dos hermanas, se desvela la conducta alocada de don Diego, manipulado por las artes truculentas del gracioso Mosquito. Don Tello reconoce el yerro de su elección, y concede a su hija Inés el matrimonio con su viejo amor, don Juan.


El arte de figurar, de ser visto, de dar un desplante con la frase altisonante, equívoca, fuera de lugar, megalómana, acarrea al final la banalización de la persona. La retórica política de las lindezas, del obsesivo populismo que tanto abunda por estas eras, aquende y allende los mares, son con frecuencia lindezas al aire de don Diego. El 'yo soy el mejor, diferente, único', en el cierre de la comedia, da en simple espantajo de sí mismo. Como un mal político, don Diego es un liante de cuidado. Aislado, vive en un mundo aparte. Conforma su realidad al aire de su incoherente monomanía.


La parodia del estilo culto en boca de Beatriz, la sirvienta en casa de don Tello, que para confirmar su nuevo estado de marquesa, aunque falso, y lograr que don Diego le declare de palabra su matrimonio, le pregunta: 'En fin, ¿venís rutilante / a mi esplendor fugitivo / para ver si yo os esquivo / a mi consorcio anhelante?' El fracaso del lindo don Diego deriva en un patetismo cruel, abandonado a su suerte por el resto de su familia y sirvientes. Y el espectador acaba sintiendo lástima por tal fantoche humano: don Diego. Se impone el verdadero amor, la armonía social, el bienestar familiar, la justicia poética. Y se desvanece la inflada vanidad de un 'figurón', hundido en su loca monomanía, un Gaucho Marx patético, vertido al revés. Tal figura se repite hoy día con demasiada frecuencia como modelo social y, sobre todo, como político. (Parada de Sil)

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