Opinión

EN LOS MÁRGENES DE LA PAMPA: MENDOZA

El lejano gobernador de Chile, don García Hurtado de Mendoza, apellido emparentado con la noble alcurnia de la aristocracia castellana, los Mendoza, duques del Infantado, y con el marqués de Santillana, dio nombre a esta Mendoza, situado en el fértil valle de La Rioja, a unos mil kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. En la época colonial, integrada en la Capitanía General de Chile, dependía del Virreinato del Perú. La gran cordillera de los Andes, cuyos picos nevados del Aconcagua se divisan desde el centro de Mendoza, forman una frontera natural entre ambos países. Situada sobre una empinada ladera, se adormece entre una basta plantación de viñedos y olivares, que se extiende a lo largo de una gran llanura. El correr abundante de aguas, al borde de sus calles, en estrechos canales a modo de surcos, envuelven el caminar en un ágil murmullo entre piedra y agua precipitada. Mendoza es limpia como el aire que la envuelve, y frescas sus brisas debido a los cientos de árboles a lo largo de sus laderas y en sus numerosos parques. Está considerada entre las ocho ciudades más importantes del mundo en la producción de vino, con afamadas bodegas.


Desde Mendoza, siendo gobernador el general José San Martín, se inició el camino de la independencia de Argentina en 1813. Su extensas y amplia avenidas, Bartolomé Mitre, Sarmiento, San Martín, y calles adyacentes, son ejemplo de una arquitectura moderna y de una planificación ejemplar. De hecho en 2008, la prestigiosa revista National Geographic consideró a Mendoza como una de las diez ciudades del mundo que, dada su historia, merecían ser visitadas. Tomar el tren transandino, de Mendoza a Santa Rosa de los Andes, en Chile, es un viaje inolvidable. Dada su semejanza con las altas montañas del Himalaya, el cineasta francés Jean-Jacques Annaud filmó en Mendoza Seven years in Tibet (Siete años en Tibet). En sus laderas recreó pequeños escenarios semejando la ciudad tibetana de Llasa, y el antiguo palacio del Dalai Lama.


La Asociación Argentina de Hispanistas, al frente de la profesora Melchora Romanos, directora del Instituto de Filología Amado Alonso, de la Universidad de Buenos Aires, catedrática de dicha Universidad, con cercanos ancestros ourensanos, me había invitado al congreso que se celebraba en la Universidad Nacional de Cuyo, en Mendoza. Un distinguido grupo de profesores visitantes, renombrados hispanistas, habían pasado por la Universidad de Cuyo dejando memorables recuerdos académicos. Entre ellos, y uno de los más destacados, Noël Salomón, cuyos estudios, con una clara orientación marxista (El villano en el teatro del Siglo de Oro, La vida rural castellana en tiempos de Felipe II), marcaron nuevas tendencias críticas en las últimas décadas del siglo pasado. El gran hispanista francés analizó con un meticuloso acerbo de documentos la figura del labrador rico en el teatro del Siglo de Oro (en mente el Juan Crespo de El alcalde de Zalamea de Calderón o Juan Labrador en El villano en su rincón de Lope), y el complejo entramado de estructuras sociales. Se estableció como uno de los primeros estudiosos de la sociología de la literatura.


La información me llegaba a través del director de la Facultad de Filosofía y Letras, el doctor Carlos Orlando Nállim, ya a punto de jubilarse, destacada figura, con una larga presencia en la Universidad de Cuyo. Previamente había ejercido como decano de dicha facultad y como Ministro de Educación de la provincia de Mendoza. De origen libanés, católico maronita, se había especializado en Pío Baroja, extendiendo su interés a la presencia de Miguel de Cervantes en la literatura argentina (Borges, Cortázar, Rojas, Marasso, Battistessa). Nos unían intereses y referencias comunes: un año sabático como profesor visitante en la Universidad de Illinois, en Dekab, en la de Colgate, situada en el estado de Nueva York, y su predilección por el Siglo de Oro español.


Un agraciada velada en su casa, al lado de un colega chileno, Eduardo Godoy Gallardo, miembro de la Academia de la Lengua Chilena, especialista en el Lazarillo de Tormes, se fijan como un recuerdo nítido, unidos a una excelente cena, buen vino, y una ciudad en donde el agua es a modo de una vibrante polifonía cantando ladera abajo. Aquí, naturaleza y cultura se conjugan en mecedora armonía. Mendoza merece la pena. (Parada de Sil)

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