Opinión

LA MEMORIA EMIGRANTE

En frente de los rascacielos de la zona baja de Nueva York (The Lower Manhattan), y al lado de la estatua de la Libertad, Ellis Island y su gran museo dedicado a la emigración. Memoria histórica de los siempre presentes. Impresionante: ropas, zapatos, valijas, maletas, sueños perdidos y, nueva morada, recobrados. Llegaban de Europa, desarropados, pero cargados de utopías. El museo ha consagrado nombres e identidades, desde su origen a su final destino, en un gran mapa y un rico archivo donde a golpe de tecla cada ciudadano puede identificar su procedencia y los asentamientos de sus apellidos. Nada semejante cuenta la Galicia peregrina por tierras americanas: un museo dedicado a la emigración. A los que se fueron (lugares, cartas, fotos, logros) y nunca regresaron. Todo a modo de una cartografía de la memoria emigrada, o mejor, de sus lágrimas y emociones.


Dejaron muchas heridas sin cerrar; nostalgia descarnada que agudizó la distancia, la incomunicación, la extrañeza, el olvido y el trance final de la muerte. Se perdieron por la gran urbe del Mar del Plata, por la Habana dolorida, por el México federal, por el norteño Santos brasileño , y por esa gran masa de aguas, sin horizontes ni fronteras, abierta a todos lo vientos, que es el mar Caribe. Salieron del terruño con un manto a cuestas de ilusiones. Tal concepto ?emigrante? venía cargado de profundas connotaciones negativas. La mayoría embarcaban con dinero prestado que pronto devolvían. El ser emigrante connotaba pobreza, desarraigo, ruptura, desposesión. Y los que allá se quedaron, allende los mares, se estiman, por los que acá no tuvieron que salir, como desheredados de su origen, más aún, de su identidad.


Recuerdo a los que volvían, a mediados de los años cincuenta, y llegaban a la fiestas de la parroquia en flamantes autos americanos. En mente el Chevrolet Impala, rojo, descapotable, que conducía con soltura un joven, hijo de gallego emigrado en Cuba, hotelero, que subía y bajaba las agudas pendientes de la Ribeira Sacra ante la admiración de quienes apenas se movían al frente de un carro de vacas o, lentamente, sobre una borrica, camino de sus viñas. Se juntaban en las fiestas de Castro Caldelas, Puebla de Trives o Montederramo, una brillante hilera de impresionantes coches (Buick, Pontiac, Chevrolet, Chrysler), de los que se bajaban abultadas señoras, con su prole y sus rechonchos maridos. Traje azul marino, zapatos charolados, vistosa corbata, reluciente reloj, anillos en los dedos meñiques, y sombrero blanco, de fina paja, ribeteado con cinta negra.


La cadena de oro cruzando la pechera, reloj en el bolsillo alto del chaleco, distinguía al ya entrado en años, vuelto de Panamá. Su nuevo acento a lo cubano ('hola, viejo') o a lo argentino, marcando un 'che vos' adulzado o ridículo, reprimida la hibridez de su parlería nativa, asfixiada por la nueva cadencia, adquirida en pocos años. Los barcos salían atestados de Vigo rumbo a La Guairia, Montevideo, La Habana, Buenos Aires. A veces la muerte desafortunada en lo alto del mar quebraba trágicamente toda esperanza. La novela realista del siglo XIX consagró con desmesurado detalle la figura del indiano, y dejó sus huellas en destacadas zonas de Cantabria y Asturias. Reflejaron sus grandes fortunas en espléndidas mansiones, amplias, ostentosas, calcando los suntuosos espacios arquitectónicos de América del Norte.


A veces con suficientes ahorros el indiano, ya de vuelta, se convertía en usurero prestamista. Emigración a la deriva que dejó tragedias no relatadas: la añoranza de un espacio al que nunca se vuelve, familias que nunca se volvieron a encontrar. Los marcados cambios políticos, sus corruptos regímenes, las drásticas alteraciones de la economía sumieron familias prósperas en la miseria. Los que un día visitaron sus aldeas en lujosos automóviles y decidieron volver regresaron pobres, humillados, solos. Imágines lucientes, soterradas en la oscura memoria de quien las vivió, un muchacho de corta edad, han ido moldeando toda una existencia. Aquellas generaciones fueron a América para cultivar el bolsillo; las nuevas, la otra, la inteligencia. (Parada de Sil)

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