Opinión

NI BLANCO CHOPO SIN MOTE

La hiedra que sube por el muro, que se ciñe y se pega a la corteza de un árbol, o la vid que se arraiga y crece sujeta a una larga estaca, o los nombres que se graban en la corteza de un olmo, o de una haya, son arraigados emblemas que cruzan las artes liberales ya desde la Antigüedad. Fijan en la robusta piedra o en el esbelto olmo la perenne imagen de un amor correspondido o desdeñado: la memoria del encuentro amoroso. Así el alocado Orlando fue grabando el nombre de su amada, narra Ariosto en Orlando furioso, en cuantos olmos encontraba en las apacibles riberas que recorría en su búsqueda. Angélica era su nombre en los albores del Renacimiento italiano. Y recoge el motivo la figura del obsesivo Crisóstomo, personaje en Don Quijote, quien deja inscrito en docenas de hayas el nombre de su Marcela: 'Y no hay alguna que en su lisa corteza no tenga grabado y escrito el nombre de Marcela' (I, XII). Pero fue el gran loco de amor de la cultura de Occidente, don Quijote, quien en un rapto de locura amorosa, fue 'escribiendo y grabando por las cortezas de los árboles y por la menuda arena muchos versos, todos acomodados a su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea' (I, XXVI).


Aún más. Derrotado y decidido a volver a su casa manchega, su rival Sansón Carrasco le sugiere que se dedique al ameno oficio del pastoreo, aconsejando que escoja el nombre de su pastora 'y que no dejemos árbol, por duro que sea, donde no la rotule y grabe su nombre, como es uso y costumbre de los enamorados pastores' (II, LXXIII). Son numerosos los ecos de este arte de grabar en la corteza de un olmo, haya o chopo, el nombre de la amada, a veces figurando el encuentro en forma de un corazón atravesado por una flecha (mito de Cupido). 'Cien olmos que ya el tiempo viste / las escritas cortezas van creciendo / con mi nombre que en ellas escribiste', le declara Alcina a Rugero, personaje del Orlando furioso y recordado por Lope de Vega en su epístola 'Alcina a Rugero', incluida en sus Rimas. Tanto los poetas del Renacimiento como los del Barroco recogen esa gran tradición del loco de amor, que desde Teócrito, Virgilio y Ovidio (éste en sus Heroidas), lo mismo que Tasso en sus Odas, mueve a grabar en olmos, chopos o hayas los nombres de sus amadas.


Altos y robustos olmos bordean la orilla del río Miño, entre el puente romano y el nuevo. Y sorprende como sobre sus cortezas aparecen una miríada de nombres grabados a golpe de punta de navaja: un corazón y una flecha, un cuadrado a modo de lámina rotulada con el nombre de la pareja; un breve mensaje, una fecha que certifica el día del encuentro en solitario. Toda una cartografía de la subjetividad amorosa, juvenil, inscrita en las cortezas de unos robustos olmos. Las lejanas Angélicas de la tradición grecolatina, Filis, Amarilis o Belisas (éstas en Garcilaso y Lope), son ahora, en estos olmos a orillas de Miño, nombres que delatan la nueva cultura global: Jessica, Kathy, Mary, Ivan, Edgar, Andrés, acompañadas con un breve y reconocido mensaje: I love you. En varios casos (recorro estas orillas en mis soledades a la caída de la tarde) el mensaje ha sido arrancado de cuajo: el olmo inocente despojado de su corteza testifica la radical ruptura, el desencuentro. La palabra y la imagen se hacen historia amorosa en las cortezas de unos olmos. A las orillas de una ribera acariciada por el constante fluir del agua, se certifica la unión o el desenlace de un amor fundido en el clásico locus amoenus.


Es como si la naturaleza fuese también partícipe del palpitar de dos cuerpos fundidos en uno, materia deseando fundirse, muy de acuerdo con la tradición escolástica, en forma vivificante, en vida nueva, ya que 'el cuerpo al alma se conforma'. Un nombre de varón, otro de hembra, inscritos en la dura corteza de unos olmos, repiten la lejana tradición a modo de abreviada nota amorosa. La escritura da en inscritura, el tronco en sublimación fálica, si aceptamos una lectura freudiana, y la corteza depositaria de una memoria en presencia de una ancestral escritura repetida en unos olmos a orillas de un río llamado Miño.


(Parada de Sil)

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