Opinión

NO ES FÁCIL ASOCIARLAS

No es fácil asociarlas: Emily Dickinson y Sylvia Plath. Todo lo contrario: las diferencias saltan ante la lectura más ingenua. A ambas las envuelve el misterio y el mito. Emily, nacida en Amherst, una elegante villa cercana a Boston, rodeada por prestigiosas instituciones académicas, fue para el resto de sus vecinos, un gran enigma. Recluida, vestida siempre de blanco, excéntrica, apenas se la conocía por unos diez poemas que publicó en vida. Ya muerta, en 1886, cientos de poemas fueron encontrados en un baúl de madera. Una fuerza extraña, salvaje, rompía y alteraba el ritmo desacorde de su escritura: puntuación errática, sintaxis difusa, desconexión, hiatos rítmicos. Versiones borrosas que han traído a los críticos literarios de calle tratando de ajustar la fuerza impulsiva de la genialidad textual con la excentricidad biográfica. . Causa el malvado desconcierto, documentó recientemente Lynda Gordon (Lives like loaded Guns), el estigma de la epilepsia, una enfermedad, presente en un sobrino y en un primo de Emily, y que la subyugó a esos trances que llegaban sin aviso. La poesía era una forma de documentar lo incontrolable, transcendida de espiritualidad y erotismo. En una elegante casa, conocida como The Homestead, convertida en la actualidad en museo, vivía Emily con Lavinia, su hermana soltera. Al lado, la de su hermano Austin y su esposa Sue Gilbert, la amiga más íntima de Emily, a quien le dirige un gran número de poemas.


El sosegado espacio familiar, quedó permanente truncado con la llegada a Amherts de la joven Mabel, la esposa de un profesor recién incorporado al sistema universitario de Amherts. Pronto formó parte del círculo de los Dickinson, mostrando sus aficiones artísticas y musicales. Su influencia se extiende a lo afectuoso y sexual, atrapando a Austin y fomentando en éste su ambición académica. Las relaciones fueron consentidas y pese a ser acalladas por Sue, la familia Dickinson quedó dividida y traumatizada. La ambiciosa Mabel tendió sus redes sobre la genial poeta, pese a que ésta rehusó encontrarse con ella. Cada vez que Mabel llegaba para verse con Austin, Emily se recluía en el segundo piso de su casa. Los amantes usaban el comedor para sus rabiosos encuentros eróticos. Desde el segundo piso Emily podía oír los gemidos de los adúlteros amantes. Lo que para unos era una idílica relación de amor puro, en los poemas de Emily y en sus numerosas notas, fueron una impetuosa relación sexual, que asocia con las presentes en numerosas tragedias de Shakespeare. En Machbeth, por ejemplo. Irónicamente, Mabel fue la única que reconoció la genialidad de Emily y a la que, una vez muerta, dedicó el resto de su vida en promocionar, editar y publicar sus poemas, corrigiendo incluso su errática puntuación. Se creó el mito, incorporando reclusión, sexualidad exacerbada, adulterio, tragedia familiar, y reflexión biográfica calcada de los dramas del genial Shakespeare. Murió a los cincuenta y cinco años (1830-1886).


Nada que ver con la trágica muerte de la poeta de Boston, Sylvia Plath, un siglo después. A partir de su dramático suicidio, con apenas treinta años (introdujo la mitad de su cuerpo en el horno de su cocina, aspirando el gas), con dos hijos de corta edad, su vida y su obra se ha reinventado de múltiples maneras: como mito y como paradigma que se sigue reescribiendo a modo de ejemplo de una feminidad frustrada. A la sombra de su esposo, el renombrado poeta Ted Hughes, forzada a separarse debido a las alocadas relaciones de Hughes, la frágil Sylvia se hunde en el pozo oscuro de incontroladas depresiones. Uno de sus biógrafos dibuja a una joven Sylvia, ambiciosa, sumamente inteligente, emocionalmente inestable a la espalda de la figura autoritaria del padre, de una madre sumisa, apenas sin voz, y de un esposo, también genial poeta, pero infiel.


Ávida lectura de Friedrich Nietzsche, con treinta años (1932-1963) dio fin a su vida movida, tal vez, por el aforismo del filósofo alemán: 'De todo lo escrito, solamente admiro lo que una persona ha escrito con su propia sangre'. No es de extrañar que tanto Emily Dickinson como Sylvia Plath se haya constituido en el mundo académico norteamericana en abanderadas figuras de un feminismo atrapado en sus enigmáticos textos: la vivencia como obra y como catártica exhumación de lo trágicamente vivido.


(Parada de Sil)

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