Opinión

NUNCA HE ESTADO EN MACONDO

Nunca he estado en el Macondo de García Márquez, ni en Comala de Juan Rulfo, ni en el condado de Yoknapatawpha de William Faulkner, situado en el Misisipi de la América profunda. Tampoco en Región de Juan Benet y menos en los arrabales madrileños, poblados de chabolas, que el protagonista de Tiempo de silencio, de Luis Martín Santos, visitaba esporádicamente. Y aunque sí he pateado parte de la ruta del Quijote, allá por los ojos del Guadiana, y la mítica cueva de Montesinos, y también las callejuelas de la ancestral Auria, la ciudad recorrida por los tres famosos esmorgantes (A Esmorga) de Blanco Amor, en carnavalescas carcajadas, nunca he estado en Macondo. Nada tan intrigante como Macondo. Se llega cogidos de la mano de ese gigante de la literatura hispanoamericana, García Márquez, que cumple estos días 85 años. Se hace el camino abriendo las páginas de ese mágico y genial relato que es Cien años de soledad. Ahí, en Macondo, como en ese 'ojalá que llueva café', un alarde de ruptura verbal, que fijó el cantante dominicano Juan Luis Guerra, la lluvia es un torrencial de palabras, que línea a línea, página a página, nos sume en el tiempo de todos los tiempos: el circular y el cronológico. Historias y familias que forman una cadena de relatos y de extravagantes genealogías desquiciadas.


Y como el narrador Cide Hamete Benengeli del Quijote, el relato de García Márquez es escritura de escrituras: una serie de palimpsestos que va vertiendo Aureliano Buendía de los manuscritos de Melquíades. Se cuenta que el primero de la familia está atado a un árbol y al último se lo están comiendo las hormigas. En esos pergaminos está escrito el destino de la familia Buendía. Los descifra en voz alta y mientras 'Macondo comienza a ser destruida por el viento'. Estaba escrito que la ciudad de los espejos desaparecería de la faz de la tierra en el momento en que Aureliano Babilonia descifrara la última página de los pergaminos.


Quien lee y descifra lo que lee, que es Cien años de soledad, en múltiple juego de versiones, es también Aureliano Babilonia, cuyo otro apellido es una obvia referencia a la Babel bíblica, símbolo de la confusión de lenguas. Para librarse de otro posible diluvio y escalar el cielo, los descendientes de Noé iniciaron la construcción de esta torre, pero Dios castigó su soberbia confundiendo sus lenguas. Y fueron obligados a dispersarse por toda la tierra (Génesis, 11, 1-9). Macondo es una superposición de espacios o espejos; el lugar en donde la magia de la palabra, línea a línea, página a página, va trazando unas sinuosas genealogías cuyos protagonistas (los Buendías) inscriben la historia de un espacio y tiempo, posiblemente real y a la vez imaginario, novelesco. Los críticos fastidiosos lo calificaron de realismo mágico. Macondo es también el cruce de todos los caminos que han violentado la historia: amor y odio, perdón y venganza, línea y círculo, principio y fin, campo y selva, lluvia y sequía, augurio profético y cosmogonía épica, maldad, sexo, venganza, truculenta gitanería, magia verbal. Es ruptura entre realidad y ficción, entre el tiempo de su historia, vertical y los planos, a modo de espejos, de lo real (horizontal).


Tampoco he estado en Comala. Es también el espacio de la soledad. Lo consagró el mejicano Juan Rulfo, originario del estado de Jalisco, en su obra, ya clásica en el imaginario de la literatura hispanoamericana: Pedro Páramo. Se recorre con apenas cien páginas de la mano de Juan Preciados, su narrador y personaje: 'Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo. Mi madre me lo dijo'. Los espacios se superponen: el pueblo bello, edénico, visto a través del recuerdo, frente al calcinado, semejante a un infierno, que describe Juan Preciados. Y el que confluye en el espacio narrativo. En este se sitúan los hechos que ocurren en tiempo de Pedro Páramo. Comala es el verdadero protagonista de la novela. Sometida a la violencia física bajo el gran cacique Pedro Páramo, tan solo existe más allá de la muerte.


Hoy prefiero recorrer los intrigantes caminos de Macondo al que siempre vuelvo sin nunca dejar de volver: una magistral alegoría de la palabra, convertida en mágica narración y en ese mito que augura el continuo retorno: volver. Ya siempre ahí: Macondo. (Parada de Sil)

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