Opinión

CON OLOR A PULPO

De mañana, la parte vieja de la ciudad de Ourense, entre la plaza de Cervantes y el jardín del Posío, huele a pulpo. A mediodía, el olor ya es más intenso. Ya ha invadido el interior de las casas; merodea por balcones y áticos, y atraviesa silencioso, vagabundo, intenso, la Rúa Hernán Cortés. A penas se nota en la coqueta Praza de san Cosme. Allí casi no llega. A media tarde el olor se va desvaneciendo, lentamente. Llegada la noche la ciudad de Ourense ya no huele a pulpo. Ha quedado limpia y libre de los sinuosos y estirados tentáculos. He pateado muchas ciudades, pero ninguna exhalando ese olor intenso, morado, de pulpo, hirviendo a borbotones en el gran pote de cobre ahumado. Con la llegada de la noche, las sombras purifican la ciudad de su mal aliento pero, llegada la mañana, la invade de nuevo: olor a pulpo por las viejas callejas de la vieja y muy noble ciudad de Auria. Merece la pena recorrerlas, pisotearlas, bajar lentamente, en la puesta del sol otoñal, por la Rúa do Olvido. Ahí están sus raíces, sus casas blasonadas, su nobleza. Uno se imagina al gran cronista de esta ciudad, Eduardo Blanco Amor, su genial esmorgante, ubicando callejas, esquinas y oratorios, en su carnavalesca crónica de A Esmorga. El gran relato, o cronotopos, en términos del genial formalista ruso Mokhail Bakhtín, de la mejor historia novelada de la mágica Auria.


Otras ciudades huelen a sal marina, a sodio refinado que, a golpes de ventisca, va lamiendo los bordes de la ciudad al pie del puerto marítimo. En muchos casos, a sus espaldas. La salitre del mar es intensa. Huele ya desde lejos. Y se intensifica en los días soleados, cuando el aire se hace más sutil, más fino, diría, y hasta más agresivo. Un sol de sal o una sal de sol (nótese la aliteración), que curte la piel, y deja un agrio sabor, pegado y persistente, sobre la piel. Tal vez Orán sería la ciudad salitre en la que Albert Camus sitúa su gran novela La peste, en pleno furor existencialista, en la mitad del pasado siglo. Y no menos lo es, al otro lado del Mediterráneo, la Marsaille, cuya enigmática e intensa luz dejaron plasmada los grandes pintores impresionistas (Monet, Degas, Renoir) de finales del siglo XIX. Y lo es, aunque con marcadas diferencias, la mítica Lisboa, que enseñoreó, habitó y documento en sus más furiosos raptos etílicos el gran Fernando Pessoa. Imprimió su presencia en recoleta plazuela y en concurridas tabernas. Formó piña con su gran amigo Mario de Sá-Carneiro, ambos corrigiendo concentrados las pruebas tipográficas de Orpheu. Como Blanco Amor en Auria, configuró un breve itinerario por la zona Baixa lisboeta: Praza da Figueira, café A Brazileira, cervecería Leão. Por la zona Baixa, escribe Pessoa, 'los tranvías trazan a medio-aire su surco móvil amarillo y numerado'.


Nueva York es a modo de Urbe et Orbe: la ciudad mundo o el mundo aglomerado como ciudad. A modo de esbelta dama anglosajona, intimidante, con múltiples ribetes, abierta de brazos y piernas, accesible de norte a sur, de este a oeste. Una insinuante y llamativa rosa de los vientos, circundada por anchos ríos (Hudson, East River), suntuosos puentes, alargadas avenidas, y calles que van de río a río. Una ilimitada cartografía de esbeltos edificios, y un rutinario pero complejo crucigrama de gentes, lenguas, vestimentas, sabores y olores dispersos; que se forman y deshacen en la caída de la tarde, con olor a tostada hamburguesa, a pizza bien horneada, en continuo trance de ser siempre la otra ciudad oculta. La ciudad que nunca duerme (that never sleeps) en sonora melodía de Frank Sinatra. Ágil, dinámica, en continua metamorfosis. Siempre de paso entre un presente ya futuro. Bajo la intensa humedad del verano, pegajosa, sofocante, Nueva York huele a un agrio sudor humano, a materia orgánica descompuesta. Muy semejante al que se percibe en las ciudades sumidas en la letargada y vaporosa humedad del mar Caribe: desde San Juan de Puerto Rico al desconcertante malecón de La Habana.


En Montreal la luz y el olor es transparente, barrido por el majestuoso río San Lorenzo. Allí el aire se serena y 'viste de hermosura nunca usada', en versos del agustino fray Luis de León, describiendo los mágicos acordes de su amigo, el músico Salinas. A media mañana, el olor a pulpo es más penetrante en esta vieja Auria, un tanto a espaldas de la nueva llamada Ourense. (Parada de Sil)


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