Opinión

EN LA SOLEDAD DE MI ALDEA (A PACO MAGIDE Y CHELO)

No me gusta ir de listo, ni de experto ni de sabelotodo. Más bien a mi aire (la nueva jerga 'a mi bola'), ajeno y despreocupado de las furias del mercado bursátil, de los aires del nuevo rico, con frecuencia patán, inculto, ignorante y hasta vanidoso. Cabizbajo, sereno, reflexivo ante el devenir del futuro que pronto será pasado, es loable en este breve caminar dejar un diminuto mojón, una señal, una huella que constate el valor de una vida merecida, aprovechada. La relación de unos con otros, con uno mismo, que es la experiencia de la vida, merece vivirla con plenitud. Cada uno lleva a cuesta una historia digna de ser narrada. Abrumados por una tumultuosa y constante baraúnda de reclamos, de anuncios, de perversas noticias (la maldad nos acecha en cada esquina), cunde la desorientación, el no saber donde se está, o mejor, donde uno debe estar, acorralados ante la inseguridad, el desaliento, la estulticia. Cada quien debe crear un espacio de reflexión, un minuto de auto estima; fijar cada día un norte y llegar al final del recorrido sin desaliento. Nos varean las prisas, la pronta recompensa, el iluso mensaje de los más aprovechados, los triunfos instantáneos, los que llenan sus bolsillos con un dinero fácil, ostentoso, desmedido o ajeno.


La rectitud moral no admite la mentira, el engaño, el altercado violento, el cambio de posturas o ideologías, movidos por la conveniencia o el interés. Impone el no quebrantamiento de la palabra dada. Caminamos hacia el misterio del más allá. Y el amor, el aire que respiramos, la memoria de la infancia, las campanas que repiquetean, con grave y fino son, anunciando el último adiós de quien se ha ido, el recuerdo y el olvido, el paisaje enmudecido, un río dormido entre rocas amuralladas, también mueven a volver hacia el camino de nuestra interioridad. A uno mismo. Me turbia, inquieta y hasta me traspone, el paisaje sereno, quebrado, de esta mi aldea de la Ribeira Sacra. El río amurallado, la oquedad de sus rocas, el silencio congelado, la caída del riachuelo, el mágico murmullo de un recodo de agua aturdida, en remolino. Esas piedras bronceadas por miles de vientos, por aguas violentas y amorosas, desafían y permanecen ajenas a la finitud del cuerpo humano. Las aguas del brusco y ruidoso río Mao, que marca el linde entre el concello de Parada de Sil y el de A Teixeira, siguen bajando precipitadas, sin contención. Lo han hecho durante siglos. ¿De dónde vienen?, me pregunto. ¿Quién les dio el primer impulso de ser piedra, roca, precipicio en brusca caída, canto tumultuoso, gota de agua? ¿De dónde tanta belleza natural abandonada, dejada de la mano, ahí perenne e inquieta? Una impresionante pasarela que, a iniciativas del alcalde de Parada de Sil, Francisco Magide, gran planificador de proyectos y de iniciativas, orillea el curso del río sobre precipicios, follajes y aguas vertiginosas. ¡Ruta única en el contorno de la Ribeira Sacra!


El arte imita a la naturaleza, clamaban los preceptistas italianos del Renacimiento. Es la mejor maestra, decían. Sus formas son imperecederas, múltiples, únicas. Y no menos su inmensa variedad: del desierto inhóspito a la cumbre inaccesible, del suelo helado a la jungla oscurecida por la frondosidad de su denso ramaje, del volcán rugiente al pavoroso terremoto que en un instante derrumba ciudades y abre quebraduras. Siempre ahí el monte de Treguas, a lo lejos, frente a mi casa, acallado, enmudecido, con su ermita a veces entre brumas, gris, rutilante, opaca; siempre ahí la Cabeza da Meda; no lejanas las cumbres de San Mamed y de Manzaneda, y allá, en neblina, la sierra de O Courel, que el gran Uxío Novoneyra pateó (tierras de Seoane y de Parada de Moreda) deletreando ('Os eidos') nidos y pájaros, faenas de labranza y recogida del ganado; fronda de niebla y hoja aterida, cayendo suavemente con la llegada del otoño. Así la vida.


Viene de lejos el estar solo con uno mismo. Lo fijó Horacio, en la plenitud del imperio del emperador Augusto, tal vez abrumado por el ajetreo de una ciudad (Roma), de sus múltiples ejércitos que iban y volvían allende los mares, conquistando, gobernando, edificando calzadas y suntuosos monumentos. Su épodo II, «Dichoso aquel» (Beatus ille) es rotundo: «Dichoso aquel que vive, lejos de los negocios, y que libre de toda usura e interés, labra los campos heredados de sus padres con sus propias bueyes». Lo recoge el sabio políglota de Salamanca, fray Luis de León, en modulada cadencia de estrofas de endecasílabos y pentasílabos: «huye la plaza y la soberbia puerta / de la ambición esclava». El motivo de adentrarse en uno mismo (ya en Séneca y en los estoicos) incita a contemplar ese gran libro de la naturaleza, en soledad, y rememorando una vez más los versos del clásico Lope de Vega: «A mis soledades voy, / de mis soledades vengo / que para estar conmigo / me basta mi pensamiento.


(Parada de Sil).

Te puede interesar