Opinión

WOODY ALLEN VA AL TEATRO

No es difícil encontrarse con Woody Allen caminando por Park Avenue, en Nueva York, entre las calles Setenta y Setenta y Cinco a la altura del Metropolitan Museum. Su corte de pelo gris, gabardina de color beige, cabeza inclinada, abstraído, meditando, ajeno a su entorno, gafotas, contrasta con el personaje charlatán, que habla y opina de todo y sobre todo. Acomplejado, freudiano, raquítico, pero impulsivo, emitiendo con desparpajo frases deshiladas, impacientes. Ha hecho historia como brillante director del cine independiente en las tres últimas décadas del pasado siglo. Ferviente amante del jazz, ajusta el ritmo de su saxofón a los vaivenes de sus ágiles melodías. Amor y sexo, virilidad e impotencia, mujer dominante (mito de Electra) y marido cornudo, complejos culturales y sociales (latinos, judíos, negros), infidelidades, encuentros amorosos esporádicos, sentimientos de culpa, venganzas, frustraciones y conquistas banales forman parte de los grandes temas que mueve su producción fílmica. El humor, inteligente, sutil, a veces cáustico, funciona a modo de comic relief (ya en los grandes dramas de Shakespeare). Convierte una escena límite, al borde de la histeria, en sonada carcajada.


Asombra el magistral manejo de una de sus constantes: el tema de las parejas, tan presentes en el cine y en la literatura dramática. El idilio amoroso de los primeros años, pasada una década, se convierte en rutina sexual. Se enfrían las relaciones, se distancian, y a veces se rompen, para empezar, o no, de nuevo. Tales vaivenes, acompasados de broncas, gritería, separación brusca, nuevo encuentro, se establecen como motivos centrales que forman la estructura anatómica y vivencial de los personajes de Woody Allen. Obsesivos, acomplejados, viscerales. El deseo sexual lo provoca la joven atractiva, inmadura, ante la que un profesor de literatura de la Universidad de Columbian ya entrado en años siente una atracción, que si bien trata de reprimir, aflora más allá de las palabras. Y en ese tira y afloja de miradas y roces se van descubriendo los enredos del subconsciente: el niño frustrado, el adulto inmaduro, el deseo (orgasmo, en boca de los personajes de Allen) apenas satisfecho. Da que pensar. Somos un breve suspiro en el aire del tiempo, abocados a vivir en una constante zozobra, entre una juventud que se esfuma y el intento, ya en edad avanzada, de dar los últimos coletazos ante la desgana o la impotencia. La vida en pareja, feliz y en armonía, es un continuo reto. Su concepción platónica se perpetúa a modo de un liviano rescoldo que, de no atenderlo, se debilita y muere.


Los filmes de Woody Allen Grandes son a modo de espejos o simulacros de las relaciones humanas. Tal se muestra en la adaptación teatral, Maridos y mujeres, que se presenta estos días en el teatro madrileño de La Abadía. En 1992 Woody Allen estrenó el film con un título semejante: Husbands and Wives. En ella, un profesor de literatura y su mujer, Carlota, se plantean su relación matrimonial, que finalmente termina en separación. El film fue premonitorio: Mia Forrow, protagonista del film, y su marido Woody (director, personaje y autor a la vez del guión), una vez terminado el rodaje se separarían al descubrirse la relación del cineasta con Soon-Yi Previn, treinta años más joven, hija de la actriz. A veces la realidad supera al arte, concluye la representación dramática en guión de Alex Rigola.


El drama imaginado de dos parejas se dobla en la vida real. Woody se enamoró de su sobrina, la hija adoptiva de su esposa. Y es parte del argumento de la novela que el profesor de literatura acaba de escribir. Ya en la primera escena del drama dos matrimonios se reúnen para cenar juntos. Una de las esposas anuncia su superación, causando una gran conmoción al considerar Judy que su mejor amiga se divorcia después de diez años de matrimonio. Tal escena marca los continuos enfrentamientos y el final irónico: la pareja más unida termina divorciada, y la que anunció su separación, después de varios flirteos, vuelve a juntarse. Muestran el viejo sueño de la imaginación erótica y el suplicio de la carne lastimada por negaciones e infidelidades.


A propósito el sabio dicho de Terencio: Somos hombre y nada nos es ajeno. (Parada de Sil)

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