Opinión

DE LO UNO Y DE LO OTRO

Detesto el culto a la personalidad. Venga de donde venga: político eminente, dictador ilustrado, airado santurrón con aires místicos, diva de ópera, deportista o luminaria de Hollywood. Prefiero la sencillez a la fanfarronería, la cautela al desmadre, la condescendencia al boato. Y me molestan los desfiles tumultuosos, la multitud de banderas ondeando al gran gerente nacional que, de pie en el centro de su acorazada limosina, saluda a la multitud con aires militares; o la dama Imelda, la filipina que contaba con cientos de zapatos, en un país de aquéllas con hambruna infantil, y que gesticulaba su muñeca como cansada de saludos. No es que me moleste la visita del papa a Madrid; sí la parafernalia triunfalista y tumultuosa, colapsando el tráfico, desviando la circulación del centro de la ciudad y disminuyendo los ingresos de los sacrificados taxistas, cerrando las rutas con mejor rentabilidad. Lejos de la llegada del Hijo del Carpintero, que recorrió descalzo la bíblica Palestina y dio su sangre por la redención de su pueblo. Con su Resurrección abrió un camino a la esperanza y a la incertidumbre moral.


Uno a veces se despierta en medio de la noche, y ansioso se hace las siguientes preguntas: ¿es posible que este mundo sea el resultado de un accidental Big Bang, de una gigantesca explosión? ¿Cómo es posible que no haya habido un bien planeado diseño, un metafísico objetivo? ¿Es posible que la vida de cada uno, de la familia, esposa, hijos, sea parte de una planificación cósmica, irrelevante? Por una parte la religiosidad nos salva de la incertidumbre, pero el laicismo nos deja caminar anulando la duda. Para la religión tales preguntas no son válidas, ya que están resueltas. Para el laico las preguntas son innecesarias ya que no hay respuesta. Uno se hace mayor, y los más cercanos, padres y amigos se van muriendo, y los obituarios que aparecen en los periódicos ya no proceden de lugares distantes. Llegan del entorno cercano. Los proyectos de futuro se tornan efímeros. Nos infunde el miedo y nos invaden las rutinarias preguntas, a medio día, en medio de la noche, sobre el sentido de la vida. ¿Por qué la vida es tan corta? Lo dejó bien documentado el afamado filme 'El árbol de la vida'. Aunque seamos creyentes en la existencia de Dios, las respuestas siguen ocultas. Fueron formuladas siglos ha por la gran figura de Job (13, 1-28): '¿Por qué, Señor?'


A partir del siglo XIX, la ausencia de Dios se asumió como una perturbadora elegía, como una irreparable pérdida. El sociólogo alemán Max Webber veía en esta ausencia una forma de desarraigo o, mejor, de desencanto. En una sociedad sin Dios y sin Religión, afirmaba, el hombre se mueve en un mundo racional, científico (Kant, Hegel), sin necesidad de sustentarse en su enigmática salvación. Y no está obligado a buscar inútilmente un sentido o un significado a la vida, propio del creyente. El gran filósofo canadiense Charles Taylor, católico practicante, en su voluminoso libro, Una edad secular (A Secular Age, 2007), afirma que si bien la formación de una sociedad secular es un gran logro, es no menos un dilema. Un hombre sin Dios, desprovisto de sus demonios, arrojado en un mundo sin poder apoyarse en algo, a parte de en su mente, no podrá disfrutar de las experiencias espirituales de sus antepasados. ¿Es posible la coexistencia del secularismo organizado (una forma de ateismo o agnosticismo en la sociedad postmoderna) y de la religión? Tal vez, pero no sin arriesgar dudas, confrontaciones, manifestaciones, tensiones cívicas. Tanto el Cristianismo como el Islam proponen la sumisión de la vida interior a base de sacrificio y humildad. El budismo va más lejos: la supresión de la individualidad. El ascetismo revolucionario que proponen compromete la posibilidad de desilusión o desencanto.


Madrid se llena estos días de papistas. La ciudad una vez más tomada por la fuerza ecuménica de una espiritualidad que tiene mucho de proclamación y de triunfo y no tanto de auténtica búsqueda y solución de la ética humana y moral. Ya el cínico Voltaire definía la fe como el triunfo de la teología sobre la debilidad humana. Para pensar.


(Parada de Sil)

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