Opinión

Miércoles negro

Las tres fracturas de la llamada ecuación Frankenstein han aflorado en el proceso de convalidación de los decretos fundacionales del nuevo Ejecutivo. La de los nacionalistas periféricos apareció en el intercambio de pedradas entre ERC y Junts (aquellos acusan a estos de xenófobos y estos a aquellos de no ser buenos conseguidores para Cataluña).

La fractura de los populistas de izquierda se ha saldado con el frenazo de Podemos a uno de los decretos “sociales” apadrinados por la vicepresidenta Yolanda Díaz. Y quedaba por manifestarse la tercera fractura, latente en el seno del PSOE. No tardó ni veinticuatro horas el presidente de Castilla-La Mancha y socialista con facturación electoral propia, Emiliano García Page, en condenar sin complejos la claudicación de su partido, en nombre del Gobierno central, ante las inasumibles exigencias de Junts, “que no tiene nada de progresista”.

Son solo algunos apuntes de un momento caótico de la vida pública en España. Nunca como este pasado miércoles negro, 10 de enero, a escala nacional, fue tan verosímil aquello de que habría colas en los aeropuertos si los ciudadanos supieran como se hace realmente la política. Y no es que faltasen datos anunciadores de este camino hacia lo que el exdirector de El País, Juan Luis Cebrián, acababa de calificar de “putiferio”, en su acepción asociada a desbarajuste, desconcierto, barullo, desmadre o, como dice el diccionario de la RAE, “conducirse sin respeto ni medida, hasta el punto de perder la mesura y la dignidad”.

Cierto. Este comentarista ya había convertido en un vector central de sus análisis la constatación de que el Gobierno alumbrado por la matemática parlamentaria salida de las urnas del 23 de julio lleva en su entraña política factores de implosión incompatibles con una apuesta razonable por la gobernabilidad del país en los próximos cuatro años.

Lo ocurrido este miércoles en el Congreso (físicamente, en el Senado) confirma y reconfirma que, en contra de la desdichada frase del presidente del Gobierno (“Bien está lo que bien acaba”, que dijo al ver cómo Puigdemont le sacaba del apuro en dos de los tres decretos a convalidar) lo que mal empieza está abocado a acabar mal. Acabará en drama nacional lo que de momento es una comedia cuyos primeros actores son Pedro Sánchez y Carles Puigdemont.

Solo puede acabar en drama un plan de vuelo dictado desde la torre de control por un enredador al que le da lo mismo que el avión se estrelle si antes sobrevuela su pueblo a baja altura para soltar un volquete de regalitos firmados de su puño y letra. La salud de los pasajeros, la gobernabilidad del Estado, la estabilidad del país, el interés general, son asuntos de mayor cuantía que al prófugo de Waterloo, y a quienes se lo consienten, parece que les trae sin cuidado.

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