Opinión

Años con Jaime Quesada

Hace diez años felicité anticipadamente a Jaime Quesada, próximo a cumplir los 60. No pareció entusiasmado y me replicó: ’Y tú ¿cómo lo sabes?’. ’Porque siempre me llevaste dos’. Siempre quiere decir siempre. Amigos desde muy niños, como de todos sus hermanos, bajo la admirable presencia de su madre Teresita Porto. Pero más amigo de Jaime, el menor, y de Heriberto. Jugábamos en la Alameda, junto a mis primos Juan Carlos y Moncho Rivas, los Iglesias, los Saco, los Quevedo. De Jaime no puedo hablar sino en primera persona, pues hablo del Jaime que yo conocí y me conoció.


A pesar de los dos años de diferencia coincidimos en el mismo curso de bachillerato, en el Cisneros, donde abrieron la calle del doctor Marañón. Jaime, todavía peor estudiante que yo, contaba los cursos a su modo. Los dos copábamos sin freno, aunque la mayoría de las veces, como seguimos haciendo después infatigablemente, sólo hablábamos hablábamos hablábamos, por lo general también en la Alameda, a un paso del colegio. Cuando llovía, nos refugiábamos en el hermoso palco de la música, y allí el artista adolescente llenaba de apuntes hojas y hojas de sus cuadernos.


Aun a riesgo de parecer prolijo, no tengo más remedio que revivir los muchos años de convivencia diaria, en las tertulias de El Cortijo, el bar Parque, O Tucho, donde don Vicente Risco nos ponía sus bombas de tiempo, cuya onda expansiva implosionaba envolviéndonos, todavía nos envuelve, en una conformación nunca desmentida, confirmada por Jaime, Acisclo, José Luis de Dios y yo, más tarde Casares, por mencionar sólo a los muy jóvenes.


Entonces fue cuando Quesada, en un vano intento de sustraerse a nuestro sórdido exilio interior, encabezó la avanzadilla del internacionalismo, especialmente en la capital mundial del espíritu crítico, París. Allí, pintando a la ’crai’, alimentó más de una boca de la corte ourensana montada a su alrededor. Nuestros intercambios epistolares eran frecuentes, y así mantenía informados a todos desde este periódico, el mío, La Región, de la prodigiosa ascensión del niño prodigio, muy pronto multiplicado en infinidad de cuadros, exposiciones, reconocimientos. Uno de los primeros en valorar su pintura fue nada menos que Orson Welles, quien le compró dos obras en una calle parisina.


Durante sus temporadas en Ourense convertíamos el piso materno de la calle de Lamas Carvajal en auténtico piso franco de las ensoñaciones de libertad, ámbito tildado, por la ciudad pacata del otro lado de los cristales, de antro de perdición. Jaime traía de París publicaciones periódicas, libros de noveles o clásicos, prohibidos. Conservo algunos y, hojeándolos, recuerdo nuestras madrugadas de humo, alcohol e ideología, exaltadas en ocasiones hasta el forcejeo.


La casa funcionaba, claro, como taller de las maravillas. Me acuerdo de ver como el artista pintaba simultáneamente, contra los respaldos de todos los asientos imaginables, una treintena de cuadros que debían colgarse al día siguiente en el Liceo. He perdido ya la cuenta de las noches en que Jaime llenaba metros y metros cuadrados de paredes al aire libre y bajo techo, por ejemplo la víspera de la inauguración de Alaska, enésima víctima de la barbarie urbanita.


Estas obras de tamaño gigantesco -también en lienzo- ’para competir con los mercaderes del arte’ proclamaba, así como la emulación picassiana, relegaron las de pequeño tamaño, las pateografías, las sanguinas y otras huellas de su creación más personal: el mundo mágico de la infancia, el lirismo de la adolescencia, la vejez prematura de los desterrados de la tierra. El bosque apenas deja ver los árboles.


Cuando descubrí que a Quesada le había crecido una segunda S, le dije ’cada vez vas pareciéndote más al Picasso’. ’No -protestó-, si es para que no haya confusión con mi hermano Antonio’, otro Quesada de excepcional talento artístico.


Transcurrió el tiempo, nos distanciamos físicamente, sólo nos encontrábamos de vez en cuando. Solía entonces evocar a voz en grito nuestras obsesiones. De las escuadras imperiales de guardarropía nos pasamos muy pronto a las tropas del neonacionalismo, abandonadas porque Galicia no era Argelia, Angola o Vietnam. Leíamos a Marx, a Engels, a Lenin, escuchábamos discos de 33 r.p.m., por las dos caras, de discursos de Fidel. Todo ello en medio del recurrente culto quesadiano a Lautréamont. Y por añadidura Rimbaud, Baudelaire, Poe, Malraux, Marcuse... Su expresión oral, que a muchos parecía atropellada y confusa, iba siempre por detrás de su cerebro visual, incluso cuando decidió meterse a escritor.


Cuantos, toda la vida, lo negaban casi todo al volver las espaldas, no le regatearán nada ahora.


Jaime fue Jaime de principio a fin. Mi mujer y yo, al conocer su fallecimiento, lacerantemente temprano, nos tragamos las lágrimas y pensamos que en 70 años vivió más de 140.


Superdotado monstruo de fecundidad, bordeó lo genial. Su circunstancia, para bien y para menos bien, fue Ourense, ese útero vitalicio que, por mucha suelta que permita, acaba por devanar el cordón umbilical. No ha habido nunca excepciones entre nuestros artistas y escritores. En lo afectivo, irrecuperable, una sola certeza. Los de nuestra generación vamos muriéndonos pero, como intuía Cunqueiro, sólo muere el que no recuerda.

Te puede interesar