Opinión

CAMPOSANTOS

Pasaron los días de todos los santos y de difuntos. No hace mucho tiempo, había una diferencia sustancial entre ellos que los distinguía e identificaba a cada uno, en, y para lo suyo. Hoy, es sólo uno el que brilla y al que responde en masa la ciudadanía. Los cementerios, como cada año, se han llenado de flores. Flores frescas, casi recién cortadas, que perpetúan el recuerdo de la vida y tratan de llenar el vacío dejado por aquellos que se fueron. Un vacío pleno de perfumes sobre tumbas blancas y limpias, como ropajes pétreos de fiesta en el espacio. Los cementerios generalmente están vacíos. Son el lugar de la paz y el silencio, y no hay otro sitio más idóneo para la reflexión. No sé si ahora viven allí los cipreses que se elevaban al cielo, serios y rectos, oscuros y rígidos pero verdes de esperanza. Estaban solitarios cada uno en su puesto de guardia, sin mirar a los lados, ni tan siquiera al frente. Sólo tenían a la altura como objetivo de su delgadez y elegancia. Eran la compañía ideal para la propia soledad que ellos asumían. Pero los cementerios, aunque aparenten estar deshabitados, son bibliotecas cuajadas de historias. Cada lápida contiene no un libro, sino todos aquellos que el poeta, el artista, el literato o el novelista quiera encontrar en ella. Pero por obra y gracia de la vida y de la muerte, nunca, nunca, desentrañarán la verdadera, la que esconde el misterio de la tierra, cuna inversa a la del nacimiento. Los cementerios guardan miles de secretos nunca revelados, cientos de sueños nunca realizados, logros de sonrisas enamoradas, promesas rotas el día que el corazón se apaga. En los camposantos existen ángeles callados que velan desde sus ojos blancos, lamparitas consumidas en aceite, palabras labradas con amor, recordatorios eternos, signos olvidados que borra el aire. Invierno, primavera, verano, otoño.


El primero de noviembre es día de flores, de lágrimas, de recuerdos, de palabras que quedaron por decir, porque nunca, por muchas que se pronuncien jamás expresarán el sentimiento, la necesidad de la persona, el calor de la mirada, el roce de la piel. El paso del tiempo atenúa el dolor y la imprecisión. Pero reviven de nuevo, fuertemente, en las sombras de la noche. Entonces, la ausencia se hace tan real como la propia vida, y la almohada se hace depositaria del llanto por lo imposible.


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