Opinión

Generación perdida

El covid será en unos años un resfriado común, según un articulo de Science. La nieve que anegó Madrid ya es hielo y pronto será agua. La generación de jóvenes que se topó ayer con la Gran Recesión y hoy con la Gran Pandemia mañana corre el riesgo de ser la Gran Nada. 

El paro juvenil supera en España el 40% y atendiendo a datos estatales, más de la mitad del empleo destruido por el coronavirus fue de menores de 35 años. Pero atento, los jóvenes de hoy en día no quieren tener hijos. No quieren comprar vivienda. No quieren comprar coche. “Solo piensan el presente”, explican los sociólogos: hacer tendencia de la precariedad y confundir con eso de la sociedad líquida es una original manera de desviar la mirada. Los mileniales -nacidos entre 1985 y 1995- han tenido muchos fernandos simones alrededor de la fábula de la meritocracia. Practicaron deportes y actividades extraescolares. Estudiaron inglés. Hicieron una carrera, o dos. Se fueron de Erasmus. Hicieron un máster, o dos. Luego se marcharon a buscar trabajo: “Coge esta beca que es de lo tuyo”. Y esta. Y esta. Y esta. ¿Y ahora? Menos del 20% de los menores de 30 años está emancipado y a sus padres les vuelve a tocar recogerlos en silencio, como ya hicieron a la vuelta de la universidad y cuando descubrieron que empalmar prácticas no significaba un empleo digno. Las familias gastaron hasta lo que no había en casa para que el chaval estudiase. “Todo para que algún día logren vivir mejor que nosotros”, pensarían mientras leían esos reportajes precrisis de “Cómo se las apañan los mileuristas”. Quince años después mucho se ha jodido por el camino y basta mirar la pared del salón: en la de los bisabuelos lucían las fotos familiares. En la de muchos abuelos gallegos, una orgullosa panorámica de su casa hecha desde un helicóptero en los años 70. En la de los padres, las orlas universitarias de sus hijos. Sin pasado, progreso ni legado, ahora los mileniales, y si deja el casero, pegan un póster.

Obsesionarse con el Instagram o los videojuegos, beber los fines de semana, las drogas recreativas, los maratones de Netflix, el crossfit, viajar o humanizar al perro. Hay ahí un patrón de evasión, de vivir otras vidas y evitar el futuro. Cómo no va a querer uno alienarse y coquetear con el nihilismo si escucha: “A tu edad ya tenía dos hijos”. Esta es la generación más regañada de la historia: a los mismos jóvenes que se les culpa ahora del desborde de la pandemia se les responsabilizó antes de la expansión del botellón, de fastidiar la ortografía y la demografía, de estar enganchados a las nuevas tecnologías, al porno, al reguetón o a las apuestas, de no comprar discos ni libros, de ser unos vagos acomodados en el nido y luego de no querer volver a España. De no estar movilizado y, después, de estar mal movilizado. 

Cada generación tiene sus propias crisis y sus batallas. Esta ha llegado al límite del abismo y ahora se expande en dos movimientos: desconfianza en las instituciones y repliegue en la zona de confort. Una peligrosa desesperanza ya compartida por los posmilénicos -nacidos entre 1995 y 2005-, todos testigos y víctimas de la quiebra del ascensor y el pacto social, del igualitarismo -si es que algún día lo hubo- y de ese “hoy en día ya no hay clases sociales” de la vieja socialdemocracia. “Esto es horrible, vives en la incertidumbre, sin saber cuánto vas a cobrar el mes siguiente”, resumía un precario el domingo en estas páginas: atrapados entre crisis y empalmando minisueldos, las generaciones más estudiadas de la historia de España acaban teniendo como única salida estable aprobar una oposición o meterse en la policía o el ejército. Tanto avanzar como país para volver al inicio de la partida. En qué van a creer los jóvenes si nadie cree en ellos.

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