Opinión

De váter electoral

Cuando los protagonistas de Curb your enthusiasm quisieron renovar sus votos matrimoniales, Cherry le dijo a Larry: “Nos amaremos toda la vida e incluso después de la muerte”. “¿Cómo? ¿Que esto va a continuar en la vida eterna?”, se sobresaltó Larry. Igual desasosiego siente una con la castaña electoral, el temor de que, en vez de la urna crematoria, al final también nos aguarde la urna electoral, y allá en el cielo, en lugar de san Pedro con las llaves, nos reciba con un mitin Pedro Sánchez, que ha pasado de no conceder entrevistas -salvo si el medio es el masaje- a querer hacer del lunes, día sin patria, el día de los debates.

Al hombre que susurraba a las cobayas pandémicas le ha faltado pedir un cara a cara con Feijóo en inglés y acariciar la fantasía de preguntarle lo que la larguirucha C. J. Cregg a una compañera diminuta en The West Wing: “¿Y somos de la misma especie?”. Quizá le sería más útil al presidente, para quien todos los caminos de la verdadera democracia conducen a sí mismo, dejarse de rodeos tácticos e introducir un espacio divulgativo en el Telediario titulado “Aprenda a votar”; o un decreto ley para que, por primera vez en la historia, sea el gobernante quien elija a sus votantes y no al revés.

Un político que pretenda programar seis cara a cara electorales debería ser procesado por crimen de lesa humanidad. Especialmente cuando el personal sólo tiene una papeleta en la cabeza: de dónde sacar los cuartos para veranear. El debate es el loft de la televisión: se suele vender como gran espacio un ridículo sucedáneo sin dimensiones dialécticas. El resultado es un rosario de monólogos intermitentes, donde los candidatos emulan el “tengo un sueño” de Luther King y los espectadores repiten desde el sofá la frase, pero sin el artículo indeterminado. El problema no reside en el encorsetamiento de la fórmula; ni siquiera un formato sin tiempos ni reglas garantiza una buena controversia, porque los candidatos se limitan a escudarse en descalificaciones y “tú más” mientras cumplen con las dos partes esenciales que Wenceslao Fernández Flórez veía en un discurso: agitar los brazos y beber agua como sin azúcar. Así que la audiencia de los debates electorales vendría a parecerse a los comedores de pipas que, para llevarse algo alimenticio a la boca, han de desechar infinidad de cáscaras.

La continua evacuación de excrementos mitineros tendría más de váter electoral que de debate. Menos en la gastronomía y en el sexo, si algo define el interés por un acontecimiento es su excepcionalidad. En realidad, uno vota como se enamora, no tanto por lo que conoce como por lo que desconoce. En uno de los episodios de Su turno, programa que conducía Jesús Hermida entre el humo transicional de los cigarros, se discutió sobre si la televisión decidía el resultado de unas elecciones. Pilar Miró fue tajante: “La televisión puede vender una imagen, pero si esa imagen no tiene nada detrás, si lo que pretende es hacer un recuento de cosas que no han existido, la televisión no vale para nada”. Sánchez cree ahora que mil palabras pueden valer más que una imagen. Y es cierto. Pero depende de quién sean las palabras.

Te puede interesar