Opinión

El móvil se sienta a la mesa

Se ha asentado en la mesa el móvil, no se sabe si como pan nuestro de cada día o como cubierto, no vaya a ser que nos perdamos una llamada de Hollywood, la comunicación de una herencia inesperada o el cierre de un trato millonario. Cada comensal lo coloca a su manera y nadie ha establecido un protocolo para esta falta de protocolo. La única etiqueta que parece importar hoy es la de las redes sociales. Hay quien lo prefiere junto al tenedor, para trincar en Tinder; otros, junto al cuchillo, por si se les contagia algo afilado que tuitear; algunos lo posan al lado del vaso para darle sorbitos de cuando en cuando; también están quienes lo acuestan sobre el regazo para limpiarse el aburrimiento. Peor era usar como servilleta el lomo de conejos vivos atados a la silla, pero ahora se corre el riesgo de utilizar el palito selfi cual palillo. 

Desde que los móviles se sientan a la mesa da la impresión de que comamos con médicos de Urgencias, con narcotraficantes o con esos mafiosos de las películas que dejan su arma sobre el mantel, con la ventaja de que lo que se dispara son fotos al plato. Los más discretos ponen el teléfono boca abajo, como si ocultaran una infidelidad, y en vibración, de modo que a veces parece que se ha invitado al Satisfyer. Pero, para consolador, ya está el placer de la mesa, que es el que nos conforta cuando perdemos cualquier otro placer.

Sentarse a la mesa es un acto social que la tecnología va camino de convertir en un acto asocial. Abducidos por los teléfonos inteligentes resulta difícil recrearse en olores, sabores o conversaciones. La atención es una afanada mariscadora de emociones; si se rebaja, los comensales rebajarán asimismo sus sensaciones, ¡serán comen-sales! Salvo que, habida cuenta de que un móvil alberga más bacterias que un retrete, comer con él se perciba como la forma asequible de estar en Can Roca. 

D’Ors solía tener una maleta al lado de la mesa para recordarle lo libre que era. El móvil sobre la mesa recuerda lo presos que somos. Nunca el ocio ha sido menos desocupado, ni el trabajo más ocioso, que desde que llevamos el teléfono a todas partes, como si temiéramos quedarnos a solas con los demás o con nosotros mismos. Por eso EE.UU. tiene en el punto de mira la red social TikTok, por si el gobierno chino aprovecha los datos de sus usuarios para espionaje o propaganda, ahora que el reloj de los jóvenes no hace tic-tac, sino Tik-Tok. Un buen patriota sólo debe dejarse manipular por redes sociales americanas. 

El móvil es el opio del pueblo. No habrá trabajo, pero estamos todos colocados, cada vez menos capacitados para cualquier cosa que no sea la satisfacción inmediata del ego, cada vez menos habilitados para el diálogo, la concentración, la espera y el amor, porque el amor al prójimo se sustancia en la atención, que es un valor intelectual y también moral. Quién sabe si en un futuro se nos preguntará para cuántos móviles queremos la mesa, si le declararemos nuestro amor a un sistema operativo y si las nuevas generaciones tendrán anteposados en lugar de antepasados. Gómez de la Serna escribió que el pensador de Rodin era un ajedrecista al que le habían quitado la mesa. Hoy el pensador sería, sencillamente, un hombre al que le han quitado el móvil.

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