Opinión

Botijo de arcilla blanca

Si echamos la mano hacia atrás podemos tocar la mano de los antiguos. No hace falta forzar mucho la postura. Los de antes están ahí. Ahí mismo. Lo suficientemente cerca como para recordarnos que no hace tanto que dejamos de vagabundear por lo salvaje para ver amanecer cada día por la misma colina. Son esas mismas manos las que moldearon inventos geniales. Tierras ablandadas en agua, secadas al viento, cocidas en el fuego. Tejas estiradas en los muslos o vasijas mágicas como este cántaro de arcilla que nos ocupa, el botijo. Un recipiente poroso que suda el agua sobrante para guardarla siempre fresca en su pancita. La vasija para guardarnos a nosotros mismos, seres de agua, y llevarla a cada fuente manantía, donde habita una ninfa.

Si echamos la mano hacia atrás podemos tocar la mano de los antiguos. No hace falta forzar mucho la postura. Los de antes están ahí. Ahí mismo. Lo suficientemente cerca como para recordarnos que no hace tanto que dejamos de vagabundear por lo salvaje para ver amanecer cada día por la misma colina. Son esas mismas manos las que moldearon inventos geniales. Tierras ablandadas en agua, secadas al viento, cocidas en el fuego. Tejas estiradas en los muslos o vasijas mágicas como este cántaro de arcilla que nos ocupa, el botijo. Un recipiente poroso que suda el agua sobrante para guardarla siempre fresca en su pancita. La vasija para guardarnos a nosotros mismos, seres de agua, y llevarla a cada fuente manantía, donde habita una ninfa.

Tierras ablandadas en agua, secadas al viento, cocidas en el fuego. Tejas estiradas en los muslos o vasijas mágicas como este cántaro de arcilla que nos ocupa

El primer botijo que tuve me lo desaparecieron. Lo guardaba bajo un almendro gigante el año de dos primaveras que pasé frente a la sierra de Guadarrama. Después, gente que me quiere me regaló varios, alguno achaparrado, otros de una arcilla más oscura. Ahora manejo este pequeño de tres litros, traído por un viejo amigo fotógrafo de una de las olerías más antiguas de este país botijero. Tiene el asa circular y la barriga rugosa de los dedos del alfarero. Cuando llegan los calores, lo saco de la cocina, lo curo con un chorrito de anís y lo regreso al manantial mejor. Le tapo la boca con un trozo de tela y una ramita en el pitorro para que no entren los insectos. Así me enseñó un viejo campesino. Contemplarlo es un consuelo. 

Cuando llegan los calores, lo saco de la cocina, lo curo con un chorrito de anís y lo regreso al manantial mejor

El botijo se viene conmigo al jardín y al huerto, me espera mientras leo en la hamaca o escardo unos hierbajos. Lo levanto como un bebé por su piel húmeda y bebo a caño desde lo alto, con este gesto ancestral que todos sabemos hacer por los muchos que han bebido antes y beben con nosotros. No hay mejor agua que esta que cae en la garganta con un chorro constante y fresco, a pesar de las temperaturas. En esta era de frigoríficos y hielo industrial, conservar en el botijo el agua reidora del naciente es un milagro tan sencillo como inexplicable. Un aljibe portátil con regusto a tierra. Compartirlo con un semejante es la mejor seña de hospitalidad. Agua para todas las sedes.

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