Opinión

Hervidor de leche esmaltado

Hervidor de leche esmaltado
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Antes de la fiebre de la leche procesada (y aún peor, esa cosa de las bebidas vegetales y las leches mejoradas), la señora Edita nos traía a casa la leche de sus vacas recién ordeñada. Aquella lechera marcial, a la que le daban igual nuestras bromas de niños, dejaba en la calle su furgoneta (esto era antes de la ORA, los párkings y demás mequetreferías con las que nos ha ido castigando la modernidad) y vertía a ojo los libros que mi madre hubiera decidido que íbamos a necesitar. “Cantos che deixo, filliño?” preguntaba Edita, y derramaba la leche del cántaro de acero a una olla. Siempre parecía la misma cantidad, imagino que Edita calcularía bien.

En estas geografías ya no quedan lecheras como Edita repartiendo a domicilio y es hermoso (y asustante) comprobar lo rápido que cambia el mundo. Ya casi no hay bostas sobre el dédalo de caminos y carreteras de esta provincia-geriátrico por las que me pierdo en bicicleta y apenas quedan vacas libres desde que Europa decidió que seríamos un país de camareros. Las vacas que podemos ver al otro lado del pastor eléctrico y fotografiamos para Instagram, son la cara más amable de una especie encarcelada en granjas siniestras. Pero volvamos a la leche que dejaba Edita. Aquella leche cruda y maravillosa, que nosotros, niños híbridos de ciudad, hervíamos para acabar con salmonellas y listerias y disfrutar de una cosa fresca y libre de bacterias peligrosas. 

La leche se hervía en una olla especial, como esta que traigo aquí. Un hervidor que contenía la capa de nata que emergía tras la cocción y quedaba flotando sobre la tapa. Una amiga de mi madre, sabedora de mi debilidad por las vajillas esmaltadas, me lo regaló. Está en una condición excelente. Es del mismo acero esmaltado que los juegos de cacerolas campesinos, ocre con el interior azul, con un asa larga que permite verter la leche con una mano sin pestañear. Busqué honrarlo con leche cruda, que conseguí bajo cuerda y la herví a conciencia para después beberla opíparamente. No hay sabor mejor tras esa magia cotidiana que ya es un recuerdo. Guardo con celo el hervidor para la ocasión siguiente. Porque habrá siguiente.

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