Opinión

Olla de barro de Pereruela

El otoño viene para hacer los días cortos y los pensamientos largos. Para vivir hacia dentro. Para que llegue este buen tiempo que algunos obtusos llaman mal tiempo. El otoño, o lo que queda de otoño, antes de que este planeta periférico nos sea invivible, es una celebración de las cosas renovadas. Una celebración que se va entendiendo mejor cuando uno va aceptando su propia renovación. Y para conmemorarlo, dos regalos para vivos: la cuchara y el fuego.

Estos días rescato de la alacena la olla de barro de Pereruela, esa cerámica zamorana fabricada a mano con técnicas centenarias. Una olla cervantina, de arcilla almagra brillantes de esmalte. Una olla diseñada hace muchas generaciones para la tarea importantísima de hacer guisos, sopas y cocidos. Me la regaló una amiga cuando yo buscaba la vida suficiente y, después de curarla con ajo, la estrenamos al aire libre, con fuego de campamento sobre un estrébede y su buena mano para el puchero andaluz. La olla es redonda y bien profunda y tiene dos asas muy dignas para agarrarla con seguridad. Está hecha de un barro ancestral bastante rugoso, en la que brilla algún árido, con un baño de barniz generoso hasta la base, donde la arcilla queda cruda y seca. La tapa es tosca y eficaz, apenas una pieza con un asa leve para retener el calor y los vapores. Esta olla, que funciona sobre cualquier superficie, inaugura cada año la temporada de pucheros. Su lugar mejor es sobre la cocina de hierro, donde puede pasar horas al fuego, que ya le ha marcado de humos la base.

Como los objetos de la vida que está por debajo de la vida eficiente, esta olla es lenta y su manejo tiene algún pero. Tarda en arrancar y contener el calor, pero, como tierra que es, lo guarda de manera uniforme sin trucos, por pura voluntad natural. El barro poroso respira y, con su aliento, los sabores se mezclan y los jugos de los alimentos se extraen mejor. Unas lentejas de profano en esta olla son un viaje simbólico a la difícil vida descomplicada de los antiguos. Yo los invoco en cada cocción, como si todos, vivos y muertos, compartiésemos puchero.

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