Opinión

Reloj de sobremesa Kieninger

Reloj de sobremesa Kieninger
photo_camera Reloj de sobremesa Kieninger
Es el reloj esencial que marca las horas desde niño. Sus campanadas se pueden escuchar y también ver. Darle cuerda es recordar que la vida es corta

Hay días en los que uno no quiere saber nada del invento tiempo. Y, como si fuera un indio americano o un samoyedo de Siberia, deja el reloj en la mesilla y sale a pasear las soledades para huir del ruido de los hombres. Pero otras veces, el presente se habita mejor entre las agujas horarias, repartiendo momentos en los que vivir con despreocupación y concentrando la atención en ese instante inmediato que ya no nos pertenece. En la muñeca, siempre un reloj automático y rara vez alguno de cuerda (nunca uno digital y mucho menos inteligente). En la pared, un reloj campesino. En la estantería, junto a los libros, este reloj de estante que llaman de sobremesa.

Lo conozco desde hace mucho. Él marcaba las horas infantiles, que son horas más densas y más llenas de verdad, de las que se recuerda hasta el sabor del aire. Lo habrá fabricado algún operario alemán, de cuando los operarios eran del mismo país que el industrial. Tiene una gran esfera con números art decó con una coqueta tapita de vidrio, con leves patas y un cuerpo de madera oscura barnizada, quién sabe si nogal. Tiene dos clavijas para darle cuerda, una para el mecanismo y otra para las horas y los cuartos, que suenan mágicamente y se pueden ver los macillos golpear las campanas de cobre si abres la tapa posterior. Toda la vida llevo abriéndola para ver las campanadas, cuya melodía es un acorde sencillo y poderoso. Darle cuerda a este reloj es recordar que la vida es corta y hay que hacerlo con una voluntad profunda. A veces, cuando tengo que escribir algo que no sale o pensar en silencio, si no estoy internamente en paz, el tictac se hace grande y ocupa todo el espacio. Entonces procuro dejarlo parado señalando una hora que signifique algo hermoso y privado, como hizo Saramago en su casa de Formentera. Mañana vendrán visitas y me he ocupado de darle buena cuerda para que escuchen el tintinear marcial de sus horas, que suenan junto a las lechuzas y se mezclan con las campanas de Santa Mariña, que vibran a través del bosque. En esas horas que suenan con la reserva mecánica está toda la verdad del mundo. Que sigan sonando.

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