Opinión

Taza de acero esmaltado

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Con los años, uno va entendiendo que el gran asiento de la vida son los rituales pequeños, las palabras simples, las compañías descomplicadas. Hay que hacer atalaya de lo sencillo y dar rienda suelta a las excentricidades domésticas. Es importantísimo tocar el piano de madrugada, hablar a voz en cuello con los ausentes, bailar cuando nadie nos mira. Uno hackea los días como puede, añadiendo algo de sana imperfección a esta enfermedad de eficiencia y algoritmo que empaña lo que nos queda de humanos. 

Es importantísimo tocar el piano de madrugada, hablar a voz en cuello con los ausentes, bailar cuando nadie nos mira.

Por eso regreso cada día a la misma taza. Una taza oficial para darle al día lo que necesita de ceremonia y repetición. Ella nos acompaña en el café del amanecer y en la infusión de la noche. Desde hace años, y espero que muchos más, la mía es una taza de acero esmaltado. Una taza de peltre, como le siguen diciendo en Latinoamérica. Una taza que ya casi no se encuentra, pero de una tecnología fantástica que llenó el siglo XIX y principios del XX las casas campesinas para después desaparecer casi por completo. Su cuerpo es de acero carbono bañado en silicatos y porcelana, así es amable a la piel. La taza, toda blanca, tiene una forma esencial, con un borde en la boca para encajar dulcemente en los labios. Está pintada con un ribete de hermosísimo azul. El asa es hueca para que no nos abrase las manos al manejarla y en ella puede verse la cicatriz que une las piezas. 

Esta taza tiene toda la la honestidad que hace falta en la vida.

Quedan pocas marcas que trabajen el acero esmaltado. La mía es de los guipuzcoanos Ibili, la gente que más sabe de fundición en España. Se mantiene milagrosamente a prueba de mamporros (esos negrones donde estalla el esmalte y entra la viruela, como decía de la Serna). En invierno, la dejo sobre la estufa y el café permanece caliente. En verano, se viene conmigo a la terraza y no tengo miedo de que se caiga y se rompa en mil pedazos. En ella el agua sabe más fresca y las aromáticas hervidas tienen toda la verdad de la tierra. Cuando viajo en bicicleta, la cuelgo de la alforja con un mosquetón y bebo en ella el agua de los manantiales. No me canso de mirarla. Esta taza tiene toda la la honestidad que hace falta en la vida. Hoy volveré a usarla y a sentirme suficiente. 

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