Opinión

Paisajes y personajes

Bajando la Barrera, al final, se inicia la calle de Cervantes. En su ensanche la conocíamos entonces como Plazuela de los Zapatos, pero ya era la calle Villar. En ese ensanche, los días de feria se instalaban unos tenderetes o también mantas y arpilleras en el suelo, donde se exponían botas y zuecos confeccionados a mano y de un resultado excelente. Casi todos los vendedores procedían de la zona de Allariz, donde existían en tiempos importantes fábricas de curtición de pieles, así como de zapatones.

En el mencionado ensanche, que era zona comercial importante, estaba también la barbería del Calollo. A mi hermano César le hacía mucha gracia la frase de “calollo move o collo”, porque contaba que había oído que, en tiempos, a ciertos clientes de cara flacucha o escuchimizada con pómulos sobresalientes, “Calollo” les colocaba un “collo” en la boca como relleno para un afeitado perfecto. Lo tenía siempre en un recipiente de alcohol. Aquello en casa nos producía cierto asco e hilaridad y el “collo” andaba de boca en boca y no lo creíamos, pero César insistía... ¡muerto de risa!, claro. Lo cierto de todo esto es que la familia de sobrenombre Calollo era gente simpática y sobre todo buena gente. La componían varios hermanos solteros que aparte de atender la barbería, Eligio el mayor “rascaba el violín” en varios cafés cantantes y por si fuera poco vendía un crecepelo. Había que ganarse la vida. Precisamente él, que era “una bola de billar”. En previsión a la respuesta al ofrecimiento que hacía a los clientes, Eligio lo tenía claro, se trataba de un producto para una calvicie incipiente. ¡no era su caso! Muy próxima estaba la tienda de Rufinito, un “corteinglés” estrecho y alargado que vendía de todo y que atendía personalmente un señor muy mayor que arrastraba los pies acompañado a veces de su esposa, que eran los padres de Pepe “Dorzán de las quinielas”. Luego estaba la tienda de ultramarinos de la Asunción, que era de los padres de Beni, amigo mío desde la niñez. En la puerta de entrada tenía colgadas de ambos lados hojas de bacalao, que los padres de mi amigo Beni tenían como reclamo y que, aparte de lo comercial, le servían también al padre para atizar a Beni cuando llegaba tarde.

En la calle Cervantes estaba también la ferretería de Castor Eire. La calle contaba con varias pulperías tabernas y figones, amplios locales donde los días de feria se vendía pulpo con jarras de tinto y gaseosa o sifón, con pan centeno, de millo, de trigo o de Cea, con mesas y bancos de madera corridos tipo “feira”. Los calderos donde se cocía el pulpo estaban colocados en las entradas que tenía el local. Allí mismo podías elegir “el rabo” sin necesidad de entrar en el comedor haciendo cola en la calle; la dueña, una señora bajita y delgada, lo picaba. Esta era la de Valeiras; su marido era popular, muy alto y usaba siempre sombrero gris claro con una sortija gruesa de oro y un reloj grande del mismo metal y que por su apariencia me hacía pensar que había estado en América. Su hijo, más o menos de mi edad, jugaba muy bien al fútbol y se había casado en el barrio del Puente con Mª Teresa Munin.

En la confluencia de la calle del Peligro con la calle Cervantes existía un tabuco que en la entrada había que bajar un escalón. El piso, me parece recordar, era terreno y estaba siempre lleno de humo y con muy poca luz. En él vivía una señora que era churrera castellana y que vendía tras un pequeño mostrador. Estaba cargada de hijos, todos muy pequeños, y tras el mostrador tenía una cortina de arriba abajo que impedía ver el resto del local. Supongo que era un espacio donde dormía la familia. Si a esto añadimos el humo y el olor a aceite quemado, el ambiente se hacía espeso e irrespirable, pues carecía de ventilación. Tenía licor café y aguardiente. Lo que sí puedo añadir es que a pesar de aquel ambiente, los churros, a aquellas horas de la madrugada, estaban riquísimos. Subiendo desde la Plazuela de los Zapatos hacia la calle Pelayo existía un callejón, y en el cruce con Pelayo estaba el bar Noalla, que recuerdo desprendía un fuerte olor a lejía, porque tanto el piso como los muebles eran de madera al natural y una señora de rodillas estaba siempre fregoteando. La verdad es que normalmente estaba vacío de clientela y desde el exterior apenas se veían botellas. Una ventana que estaba próxima a la puerta permanecía siempre entreabierta y con contras, y se podían adivinar los pies de una cama. La señora que lo atendía era alta y con muchos años, gargantona, ojizaina, con una enorme y rebosante espetera, con blusas de colores fuertes muy ceñidas, a reventar, con pelo color “rubio de vaca”, coloretes burdos que resultaban a la vez cómicos, dada su supuesta edad. Su aspecto era de una mujer de vida aireada, propicia a la imaginación de Forges o Mingote.

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