Opinión

ROMERÍA DE SAN BENITIÑO

“San Benitiño da Cova do Lobo hei de ir alá miña nai se non morro, hei de levar unha bota de viño e unha peza de pan pro camiño”

Con que alegría y nerviosismo esperaba yo, con apenas 11 años, el amanecer del día 11 de julio, prácticamente no dormí, según mi madre, por hacer la caminata con un grupo de vecinos de toda la casa nº 4 de la calle del Baño. La casa constaba de tres pisos y yo vivía en el 2º. Como guía y responsable, don Mariano Blanco, vecino del 1º, funcionario de la Diputación Provincial, que fue más tarde suegro del escritor alaricano Marcial Suárez y también de Segundo Alvarado Feijoo-Montenegro, director teatral. El primero se había casado con Adelaida, el segundo con Crescencia Gloria, “Chicho”, ambas hijas de don Mariano y doña Balbina Meléndez. 

Portaba un palo alto y en su punta llevaba un pañuelo blanco. Éramos un grupo no muy numeroso, quizás 12 personas entre niños y mayores. No sé a qué hora salimos de casa, recuerdo que estaba amaneciendo. Subimos por la carretera de Piñor, para luego llegar a Parada y la señora Claudina, que era la lechera de todos los vecinos de la casa de la calle de Baño, nos obsequió con “leche mazada”, bica y rosquillas, que estaban deliciosas. Continuamos por caminos maltrechos y senderos para atajar y por fin alcanzamos San Benito da Cova de Lobo. Descansamos, y asistimos a una misa en la capilla que había mandado construir don Florencio, creo que sus apellidos eran Quintas Borrajo, el cura que cabalgaba sobre un burro y que era muy popular en toda la comarca de Barbadás. Algunos de los peregrinos pasaron por debajo del “penedo” del Tangaraño.

A propósito del San Benito me viene a la memoria la anécdota que me comentó mi suegra años más tarde, María Teresa Reza, que en la época que ella había ido al San Benito da Cova de Lobo lo había hecho en un coche de la empresa Los Americanos que funcionaba con gasógeno, porque entonces escaseaba la gasolina pero que no era tan eficiente, y el coche se paraba con frecuencia. El ómnibus iba muy cargado de viajeros, y comentaba mi suegra que las señoras próximas a ella comentaban asuntos propios de los tiempos de la guerra que entonces vivíamos, la escasez del racionamiento como amas de casa que eran, lo malo que era el pan que se comía incluso con gusanos, y se estableció una controversia acerca de las panaderías. Mi suegra, después de oír, dio su opinión y dijo: “Pues yo tengo que decir que después de haber probado Dios sabe las panaderías, donde encontré el mejor, el más rico, fue el del horno de ‘la Merdenta’, en el Posío”. 

Siguieron opinando y llegaron a su destino. Para sorpresa de mi suegra, una de las viajeras la esperaba. Se acercó a ella y le dice: “Sra. mire, disculpe, le estoy muy agradecida, porque yo soy la dueña del horno del que usted habló tan bien, así que en agradecimiento, si quiere puede pasar mañana por allí. Quiero regalarle una bolla de pan”. Mi suegra le respondió: “¡No por Dios! Muy agradecida. Créame que yo no la conozco, ni la he visto en el coche. Lo dije porque así lo siento”. Ella le respondió, “Ya lo sé. Pero yo quiero agradecérselo. Así que pase usted por el horno a eso de las 12:00 que tiene allí un regalito”. El caso es que en principio mi suegra no lo aceptaba, pero al final, ante la insistencia, acabó aceptando el ofrecimiento y acudió a la cita y recogió su bolla de pan grandota y bien empaquetada como regalo, y tan contenta se volvió a su casa.

Aquel día el pan tan blanco como la nieve se comió en su casa como postre, y como decía mi suegra: “No se dejó ni una miga”. Llevaban mucho tiempo sin degustar un pan tan blanco. Pero a mi suegra le sorprendió que la señora, lejos de sentirse zaherida o molesta por el vocablo mencionado, le ofreciese un premio. Le dio las gracias y se despidieron cordialmente.

¡Un milagro de San Benitiño! Cansados, sudorosos y polvorientos regresamos a casa con ramos de camomila.

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