Opinión

De la antaño salvaje Lanzada a la de hogaño

En este extremo norte de A Lanzada, en esa caseta, se alojaba una familia santiaguesa, y en la explanada frontal, el poeta Tovar.
photo_camera En este extremo norte de A Lanzada, en esa caseta, se alojaba una familia santiaguesa, y en la explanada frontal, el poeta Tovar.

El contraste de las Rías Altas con las Baixas es evidente por ser más alargadas éstas y de relieves a pie de costa menos escarpados, en ese paisaje altamente andropizado, tanto que estas Baixas están en riesgo de convertirse en una Marbella donde ni un metro de costa sin eso que se llama urbanizar. Las grúas, que escasamente en las ciudades, aquí si no proliferan sí forman parte del paisaje. Ya la transformación, incluso en las rías cantábricas que de solitarias playas, ahora invadidas con tanto veraneante y turista de paso, y que lo serán cada vez más, cual imparable asalto de gentes de la Galicia interior, o el sur y levante hispano o la Meseta que buscarán alivio en el antaño fresco Norte.

De paseo por esa pasarela entablada de A Lanzada, un día cualquiera de este julio ido, contemplo la playa con un incesante ir y venir de bañistas de más sol que agua evocando tiempos pretéritos en aquella costa de la que base veraniega hicimos, cuando acudíamos a bañarnos desde O Grove en un autocar de la línea Pontevedra-Grove, que libraba, montados siempre en la baca y a veces resguardándonos con una lona de los fríos o las nieblas. La llegada a A Lanzada era como desembarco en solitaria playa, que sí de nieblas, ni alma viviente con la excepción del poeta Antón Tovar al que solía acompañar su hermano Chelís con lona por tienda de campaña asentada cabe a la roca que cierra el flanco norte de la playa, y la también excepción de una familia, los Mirelis ( a los que así conocíamos por el nombre de una hija), de la que el páter, director de la escuela de sordomudos de Santiago, que pronto, como solos bañistas de aquel playón, conectaron con nosotros, a la sazón unos poco más que quinceañeros, que entre chapuzones, más usábamos de las aguas que retozábamos en el arenal, aunque siempre recorriendo el dunar de punta a punta. Por toda la extensión playera, allá por el sur, dos chalets de ourensanos, un hotelillo, dicho así por su tamaño, el Delfín Azul, que aún subsiste de más capacidad y adecuado a los tiempos, el pájaro (cormorán) broncíneo anclado a la roca, la capilla de Nosa Señora donde castillo, avanzadilla, como las torres de Catoira contra los ataques de normandos o vikingos, y más arriba un castro altamente romanizado, alzado sobre dos playas, la de Foxos y la de Area Gorda, afamada por los baños, de las siete olas a la luz de la luna en los que las mujeres buscaban la fecundación.

O Grove y su playa de Rons, o la cercana de Meloxo donde los Escuredo (familia de los que algunos arraigados en esta ciudad nuestra) pujante factoría de envasados pescados y mariscos tenían. A Toxa y su playa del Puente eran las concurridas cuando a Lanzada nebulosa, que aunque con tempranero sol, solía encapotarse con frecuencia. Los niños huérfanos acogidos en un centro de la Diputación de Pontevedra eran veraniegos inquilinos de la única construcción que sanatorio parecía, hoy reconvertido en hotel. Aventurarnos hacia San Vicente do Mar, nos producía el pavor o misterio de esas baterías costeras siempre guardadas a cal y canto, que como las de Cabo Silleiro, construidas para prevenir desembarcos por ese delirio de la latente amenaza de las potencias europeas sobre el régimen franquista. Aquel lugar era para nosotros el Averno, la amenaza de un cataclismo si te aventurases más allá de esta costa del occidente de la península de O Grove. La era de su desmantelamiento para convertir esa recortada costa, de islotes plena, en paseo marítimo, nos pilló un tanto tarde. De aquellas docenas de bañistas, cuando arribados a finales de los 50, principios de los 60, de algunos solitarios desperdigados acá y acullá, ya empezaban a ser docenas y cuando los campistas por libre se compraron terrenos y fueron edificando sus casas…pero nunca podíamos preveer esa masiva colonización a pesar de que la evidencia iba desmontando nuestras tesis de soledad crusoniana, de la que los últimos relictos fueron el eximio pintor Xaime Quesada, cuando atípico flecha (como se denominaba a los novicios) del Frente de Juventudes sentó sus reales en la salvaje Lanzada haciéndose previamente por unas semanas, con una tienda de campaña de esas de baratas lonas de las falanges juveniles de Franco, que por malas calaban más el agua que si de sábanas confeccionadas. Así que las inclemencias que eran frecuentes aun en el ecuador estival, ponían a prueba a su inseparable colega de tantas trastadas en esa pandilla de la calle Bedoya, Pepe Chuco, centurión del Frente de Juventudes, que no hacía más que poner un caldero aquí y otro allá para envasar las goteras para que no humedeciesen la manta en contacto con la arena. Y así por menos semanas que quisieran y subvencionados en provisiones de boca por mi madre, que ya se sabe con muchas bocas que alimentar más otras tantas de allegados, amigos de hijos a los que dar la merienda, visitas vespertinas a las que agasajar, y esas diarias de parientes no hacían si no menguar la familiar hacienda, se pensaría. Así que el binomio Xaime-Chuco si no residió por más de una quincena sería porque el hurto de uso de la tienda de las falanges juveniles de Franco no conllevaba la facultad de consumo porque camino iba la tal en deshilacharse por tanta intemperie por la mar provocada, acostumbrada a resguardarse en los pinares del campamento en Monterrei del Frente de Juventudes (ese remedo de las juventudes hitlerianas en boga).

El tiempo fue pasando, el viejo autobús de la empresa la Unión de la mentada línea a Pontevedra, que en los descansos se usaba para ir y venir a Lanzada, pasó a ser museable chatarra: cuando el tiempo inestable, los baños en la playa de Covadelo que nosotros llamábamos playa del Puente, en la isla da Toxa, que Toja llamábamos, donde los ricos de fuera de Galicia también, o esa oligarquía del dinero, comenzaba a sentar sus reales en forma de suntuosos chalets; sucedió cuando aparecieron manzanas de urbanizaciones con la complicidad a forciori del ayuntamiento grovense, por mor de lo que la dictadura ordenase; mientras, perdíamos nuestros ocios oyendo la música de Domenico Modugno, de Renato Carosone o Marino Marini y las ganadoras del festival de San Remo, que sonaban desde la terraza del Gran Hotel, y pasada la adolescencia, ya de mirones a participantes en aquellos románticos bailes mezclados con la madrileña pijería, o, quien sabe, como uno más. El ladrillo acabó con el paraíso y a Lanzada de la que nunca creíamos iba a perder su salvajismo, aún aguas afuera, en el reborde dunar, fue colonizándose con accesos, pasarelas, chiringuitos, escuelas de surf creando en el extrarradio sur una más que aldea que se fue extendiendo sin solución de continuidad más allá hasta la misma Sangenjo como entonces decíamos al hoy Sanxenxo. Se fue perdiendo la virginidad de este paraíso, aun siendo área natural protegida, que aún sigue siéndolo… pero de tanto abarrote está en un tris de no dejar espacio ni para una toalla: en el inmenso arenal las dificultades de tránsito provocan filas, a derecha de ida, y a izquierda de vuelta, que para no darse de bruces con los más paseantes que bañistas que aparentan en lontananza militares y disciplinadas formaciones.

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