Opinión

Aquellas desterradas y heroicas maestras a tres velas

Me llama Viruca, la viuda de ese inolvidable amigo que fue Ruko Lezcano, que hizo sus primeras armas en este periódico, donde escribía un “Orense Flash”, por el que hacía desfilar a la más variopinta vanguardia ourensana de consagrados y no, además de ser un termómetro de la actualidad intelectual de la urbe; luego Ruko se nos fue a un Ferrol Diario reflotado por José Luis Outeiriño cuando era el factótum como gerente e impulsor de esta casa. De la dirección de aquel diario Ruko sería llamado a La Voz de Galicia de la que redactor jefe donde escribía diarios artículos de contenido que le hacían reconocible en la profesión. Arturo, su nombre de DNI, Lezcano, además de cinéfilo, fundador del cine club Miño, luego impulsor del cine club Padre Feijoo, alternó con los artistiñas, como les decía Risco a ese círculo de concurrentes que destacaban en el Ourense de la pintura, la escultura, la literatura, a sus tertulias en el café Volter, el Cortijo o el Parque. Allí Lezcano trabaría indisoluble amistad con el escritor fundador de Nós e impulsor de galleguismo. Viruca me llama a propósito de un artículo mío que en lugar de aparecer bajo el subtítulo de” El País de los mil ríos” apareció en Deambulando, por esas cosas que la composición de un periódico tiene por andar ensamblándolo a uña de caballo, y me llama para decirme que a los pies del río Xares, del que yo escribía, fue ella maestra cuando veinteañera en la aldea de San Fiz, que cuando las obras del embalse de Prada aguas arriba y el de Santa Baia más abajo, aceleraron el deslizamiento de las casas, donde ella maestra primeriza, a lo que contribuía un fortísimo desnivel y a las tierras un tanto corredizas.

La iglesia de San Fiz de Baños, abandonada como toda la aldea.
La iglesia de San Fiz de Baños, abandonada como toda la aldea.

Impartía clases a una docena de niños y niñas, y de alfabetización a adultos, como frecuente en estas maestras, dichas entonces nacionales, recién tituladas que anduvieron desterradas por la geografía nacional o si no confinadas a remotas aldeas de Galicia en las que muchas veces incomunicadas por las nieves. Estas maestras para no desperdiciar el tempo libre se ponían de codos para adentrarse en alguna carrera universitaria que estudiaban a la luz, que eléctrica no había, y se hacía a la de las velas o a la del candil de carburo. Toda una proeza, además de la de representar a esas aldeas a la demanda de alguna reivindicación como fue el caso de un deslizante San Fiz, que se desplomaba literalmente en el embalse de Santa Baia. Con dos, aldeana y aldeano, espabilados, pero ella la ilustrada, el uno de palillo en boca, que no apeaba; con estos efectivos se presentó Viruca no una si no hasta tres veces para demandar de la empresa impulsora del embalse de Prada arriba y el de santa Baia abajo, Saltos del Sil, porque aceleraban los explosivos de las obras de desmonte el corrimiento de tierras, para lo que se presentaron al gobernador de aquel régimen franquista, a la sazón López Ramón, hasta tres veces, siendo atendidas por tanta insistencia y logrando un pueblo nuevo al lado en terreno más firme; luego fue trasladada Viruca de las tierras da Veiga a las colindantes de Viana, en Vilaseco da Serra, aldea sobre el Bibei de la que la incomunicación y los lobos la dejaron en breve estancia; tentado de visitar la aldea cuando en alguna excursión por los castiñeiros de Seoane, me hallaba en Vilardemiro, a escasa legua. Así era el peregrinaje de estas maestras condenadas al destierro en otra casi incomunicada aldea a la que se accedía por pista de tierra. Impartía aulas en estas escuelas unitarias en donde las maestras, que más en número eran que los maestros, tenían conocimiento de todas las materias hasta que se llegó a la concentración escolar y nació la especialización docente desapareciendo aquellas primerizas veinteañeras que aterrizaban con sus madres antes de asentarse para que supervisasen la casa donde se iban a residenciar sus hijas, a veces como un anexo a la propia escuela o ésta abajo y la vivienda arriba.

Aunque menuda, Viruca no carecía de vigor y carácter como nacida de un padre vinculado a los ferrocarriles y una madre de Portocamba, esa aldea del camino ourensano a Santiago, estación de tren, quien por esta serie de coincidencias de padre ferroviario y madre a pie de estación nacería ella.

Ruko se nos fue a Ferrol, después a Coruña siguiendo una profesión que allá no solo continuó sino que fue enriqueciendo dejando tras de si un legado enorme de escritos muchos de ellos plasmados en una serie de libros. Bullía en proyectos cuando su vital tránsito se detuvo, pero hallamos a un hijo que sigue la estela paterna.

Ruko Lezcano fue ese amigo de siempre, que estaba ahí aunque no le viese en docena de años. Una amistad forjada cuando tres en un Simca 1.000 camino de la escuela Oficial de Periodismo en Madrid y unas cuantas vigilias de café en café para apurar de codos en unos pocos días unas asignaturas que ni por el forro conocidas. El trio éramos Ruko, Platero y yo, remedando al premio Nobel Juan Ramón Jiménez.

Los maestros como Viruca fueron llamados, después del conflicto civil tramado por militares africanistas y colaboradores, de republicanos a nacionales, que es como les gustaba a esos nacionalistas centralistas que rigieron con mano de hierro el país en la dictadura franquista, que primero los depuró privándoles de su escuela o quitándoles la vida como bien se describe en la película “La lengua de las mariposas”.

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