Opinión

El disfrute de la edad y las figuras de pan de Vicente Risco

El acúmulo de experiencias determina que el entorno nos sea más provechoso, no obstante los físicos impedimentos a la edad asociados. En la juventud se pasa por las cosas, y estas apenas calan en nosotros o sí, insensiblemente, aunque choquemos de continuo con esos lapidarios versos del poema de Jorge Manrique a la muerte de su padre: "No se engañe nadie no/pensando que ha de durar lo que espera/más que duró lo que vio/porque todo ha de pasar de igual manera/…". Disfrutemos, no obstante, de la vida y sus placeres como decía el que se intitulaba el más egregio puerco de la grey epicúrea, el poeta latino Horacio, en su Carpe Diem, y a lo largo de su vida, aunque en el tramo final, vencido por el dolor de la muerte de su protector mecenas, le siguiese a los pocos meses dejando en su testamento al emperador Octavio Augusto como beneficiario, por el aprecio que de él tenía y los cargos que había dispensado a su protector Mecenas, dimidium animae mea (la mitad de mi alma), como le decía.

Así que gloria a esas asociaciones que motivan a los llamados senior para sacarles de esa invisibilidad a la que la sociedad les convierte llegada la jubilación, o a esas viudas capaces de salir, algunas, de su pena para conocer otros mundos, otras países o salir de la inercia o devoradora diaria rutina a la que todos abocados; de otras viudas podría decirse aquello con respecto a sus fallecidos cónyuges, como en una lápida vi: Ojalá encuentres allá arriba tanta dicha, como paz y tranquilidad dejas aquí abajo. Te quiere, Veneranda.

Pero este placer del disfrute del que tantos privados por físicos impedimentos y aun inopia o por no sociabilizar y por tantas trabas que la vida impone.

Nada hay que más agradezcan los mayores que la atención de los más jóvenes; esto me recuerda que es más fácil el amor para abajo, de padres a hijos que a la inversa, por eso se maravilla uno cuando tantos hijos se desvelan por sus mayores, como si grande excepción pareciere. O cuando simplemente poca atención hacemos de los mayores, ahora que no son depositarios del saber como antaño cuando memoria viva de todo eran.

Unos amigos, muy viajados, varios en profesiones y tal vez en opiniones, ya ultrapasada la jubilación aún tienen esa capacidad de asombro ahora ante cualquier cosa, perdida la cual ya poco queda. Algún amigo me queda de esos a los que, en apariencia, ninguna novedad sorprende, porque a la vuelta de todo y porque saben ya lo que les vas a contar. Infelices ellos. A mi me pasa lo contrario: me sorprendo aún de lo repetido.

Como al hilo de toda esta reflexión, y ya de anochecida un saludo con Daniel Romero, que va paseando con otro amigo cuando nos aproximamos para intercambiar breve parlamento. Hace de los paseos pausados como obligado referente, y de una tertulia que mantiene con esos depositarios de tanto conocimiento y experiencia como el ingeniero de montes Eduardo Olano y el arquitecto Javier Suances. Daniel, conocido ginecólogo, es uno de los cuatro hermanos sobrevivientes de seis que fueron: Nena que se vino desde Alicante, de nuevo a su ciudad natal; Tatá, que en Vigo reside mucho antes de la jubilación y aún allí, y el jesuita Rafa, viajero de muchos mundos. Amigos de siempre de casa, padres e hijos y más la madre que a lo menos dos veces por semana tomaba el andante desde O Posío por la llamada carretera de Celanova  y conectaba con mi madre; ambas, de plácido caminar, se iban hasta a A Valenzá donde, en As Carnicerías (a modo de antesala del mentado pueblo), que varias eran, compraban la carne que era como pretexto para darse un paseo; también la carne lo merecía por el renombre de que en la ciudad gozaban las carnicerías del Lombán, Zampa, Pera, Garabás, o a medio camino de vuelta, la de Antonio. Nosotros, que ya sobrepasábamos la docena, como vigías de la carretera anunciábamos la llegada de Carmencita Valencia, ya una señora, a la que tratábamos con esa confianza que la amistad da, empleando el diminutivo.

Otra, habitual y como institucionalizada en la casa, era la Merienditas, una amiga de juventud de la mater familias a la que siempre se acababa por dar de merendar como seña de que más horas de las debidas acaparando estaba la atención de una casa que debería proveer a una sobrepasada docena de miembros. Así que la tal que así llamada y de la que nunca nos enteramos de su nombre bautismal, entre otras cosas porque otro más expresivo  encontrar se pudiese, jamás se decataría de que así dicha, pero nosotros la aguardábamos como inevitable, y, además, nunca provecho de sus visitas para nuestras bocas porque ni un triste postre se le ofrecía, que era detrás de lo que nosotros andábamos al revés de cuando las inopinadas visitas de Risco, Faílde, Prego, Trabazos, y otros del montón que acompañaban al pater familias y que obligaban a improvisar una merienda con asiento de comensales e imprescindibles postres de los que avizor, para cuando la retirada, recoger nosotros los restos, pero las miradas maternas nos mantenían a raya, porque una despensa no podía depender, para estar siempre dispuesta y nutrida con tantas contingencias, de los avatares de una sobrevenida invitación de amigos, que por tal, de aviso previo nunca disponía. La mater mantenía dominada a la instante prole dispuesta a abatirse sobre la mesa, aun con los anfitriones en degustación. Vicente Risco nos entretenía con sus figuras de pan desde un elefante a un león, jirafa, rinoceronte… nunca aves ni anfibios en estas habilidades que salían de sus manos en las que no ajena también la papiroflexia. Creo que sus figuras que no estimamos en su momento podrían figurar en un museo, si coleccionado las hubiéramos.

Te puede interesar