Opinión

El ostracismo, un arma de defensa

Condenar a un político al ostracismo podría significar o significa apartarle de la carrera, o por haber perdido carisma, o por haber perdido las elecciones o por simple descabalgamiento. Era un arma eficacísima para abortar las ansias de poder reales o imaginadas. Se usaba en Atenas, sobre todo, y por ella fueron condenados, sin pruebas, muchos eximios atenienses. Bastaba que antes de las asambleas en el Ágora o el Pnyx, la Ekklesia, donde se discutía de todo, apareciese el nombre de la persona que se iba a condenar, con los votos de más de 6.000 ciudadanos, pero que como imposible al aparecer muchos en la lista, se condenaba al más votado, al ostracismo, generalmente a gobernantes o elegidos para altos cargos, particulares eminentes e incluso de la milicia. La mera sospecha de que alguien con mando albergaba intenciones de perpetuarse o tenía ambiciones políticas, ya bastaba para ser incluido en la lista, y a veces por mero capricho de cualquier votante que inscribía en un resto de cerámica de los muchos que había por doquier, o de cualquier cascajo, la famosa ostraka, que forma de ostra tenía. La primera vez la empleó el legislador Clístenes, uno de los padres de la democracia ateniense con Solón, contra el tirano Hipias, desterrado, y su progenie, y luego quedó instituida.

El ostracismo suponía el destierro por no más de diez años fuera de los confines del Ática, pero ni suponía un descrédito ni embargo de bienes, e incluso el desterrado, en caso de peligro para la polis, podía ser reclamado, o sin este caso, podía ser reduciendo la condena, por la Ekklesia o asamblea de ciudadanos, que se reunía cuatro veces al mes con los ciudadanos distribuidos en diez tribus para tratar, sobre todo, del abastecimiento del Ática...

Un arma de tal calibre para el control, por simple sospecha o corazonada, de las ansias de poder, de perpetuarse, de llegar a la tiranía incluso partiendo de los legitimadores votos en las elecciones, se empleaba injustamente muchas veces, porque la mera duda sin pruebas, evidentemente, llevaba a excesos. Así héroes, generales de la guerras médicas y buenos gobernantes como Jantipo, por demasiado poderoso; Arístides, por criticar a Temístocles, fueron condenados al ostracismo, aunque imbatidos en las guerras Médicas, pero que reemprenderían sin otro menoscabo su cursus honorum; se registra también que uno de los mejores gobernantes habidos no solo en la Grecia Clásica sino en el orbe todo, Pericles, el gran dinamizador del Ática, fue una notable excepción al no ser condenado al ostracismo. A un votante de ostracismo le preguntaron por qué votaba contra Arístides: Porque es famoso, respondió

Acaso aquellas democracias asamblearias permitían estos mecanismos de control, aunque extralimitándose no pocas veces. Los controles hoy están en la división de poderes: legislativo, ejecutivo y judicial, tal como los enunció Montesquieu en su tratado político, y perfeccionaron otros pensadores, aunque los inviolables, léase monarcas, legisladores, gobernantes, gozan de la prebenda, salvo que el Parlamento les levante la gracia, pero con todo se precisa un porcentaje elevado de votos para hacerlo, un casi imposible en un Parlamento multicolor.

Roma, entiéndase la República romana, no el Imperio, contenía mecanismos de duración y control, aunque sólo reservadas aquellas elecciones asamblearias del Foro donde se votaba por tribus con electores a tenor de su riqueza en tierras o de familias fundadoras de la Urbe, los llamados patricios, quienes nombraban los más altos cargos, en este caso senadores, o cónsules, por un año solamente, uno para asuntos internos y otro para externos, quienes cesaban cumplido el plazo. En casos de emergencia, incluso podría nombrar el Senado un dictador para que unificase el mando, pero, ojo: para afrontar un peligro determinado, por el tiempo establecido, con rendición de cuentas. Lo cierto es que en la República aparecieron los doce tiranos, que fueron aquellos prominentes por su saber que fueron a Grecia para copiar sus códigos legislativos y luego se gustaron para ostentar el poder; ya en el eclipse republicano, los dictadores que se aferraron al poder olvidándose de su interinidad, Mario y Sila, y después los triunviratos, el primero: César, Pompeyo y Craso, y el segundo el de Octavio (que tomó el nombre de Augusto, emperador después), con Marco Antonio y Lépido. Fue un exceso que devino en un Imperium y que estaba destinado a desaparecer, aunque durase cinco siglos y se nos llenase la boca con la palabra imperio romano cuando toda la romanidad se forja en los orígenes, República, y en una duración del Imperium que solo el buen hacer de algunos eximios de entre los emperadores, que capaces fueron de retrasar la caída, e incluso ampliaron las fronteras. Como se ve los romanos nunca aplicaron el ostracismo, se dotaron de leyes, pero eso no evitó los gobiernos unipersonales, y el más despótico, el de los emperadores.

Las cunas de la civilización: Grecia y Roma no estuvieron exentas de tiranías, dictadores, emperadores y demás ralea. Las sociedades modernas pueden caer en estas aberraciones de la cosa pública, incluso partiendo del voto popular o manipulado. Deberían desprenderse primeramente de todo signo de realeza como ya hicieron los antiguos. Todo lo que no sea votado no tiene validez en la cosa pública. La realeza es una forma de aceptar piramidalmente la autoridad, aunque ahora sea nominal, de boato y besamanos y acaso moral, dudosa casi siempre, y que se reviste de constitucional.

Nunca es el momento para enviar a monarcas al exilio o al cese de sus funciones, nunca es el momento oportuno: ayer, ahora, más tarde. Los políticos demandados sobre tal extremo por los medios televisivos, juegan a perpetuar, por conveniencia, a esa institución periclitada y nefanda a lo largo de su historia, de la que solo el boato, aunque éste sustituido por ausencia de tronos, de coronas, de capas, de púrpuras…pero restan los símbolos de poder como los uniformes militares, que ya dan que pensar en un aquí mando yo. La sociedad vive ajena a estos reinados, pero a los políticos, y pocos habrá que los rechacen salvo los periféricos, se llenan de monarquía hasta la náusea. Habrá que establecer una ostraka, porque no habrá otra manera de echarlos, pero ¿dónde se hallarían ciudadanos capaces de inscribir su nombre en grabado u hoja de papel, o ekklesia o asamblea que lo refrende? Y, además, habría el peligro de que se les levantara el destierro y que la nostalgia de la púrpura los reclamase, como ya continuamente acaeció. Un dilema, indescifrable aun para el más cualificado de los oráculos emitidos por Apolo en su templo de Delfos.

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