Opinión

Primaveral fauna, robacerezas de barrio y bañista por la brava

El ronroneo de las rolas, por eso así dichas en galaico, palomas torcaces o rulas ya se dejan oír en su retorno para criar aquí, venidas del sur de la península o del norte de África. Los cielos ya son surcados por la más prodigiosa voladora, el vencejo, de la que se dice que pasa en el medio aéreo gran parte de una vida, que sola la crianza asiento le permite en unos nidales que altos deben estar para estas aves, que de tal envergadura de alas, posadas en el suelo no podrían levantar el vuelo. Los gritos en sus aéreas piruetas les distinguen de sus próximos parientes, los aviones (golondrinas) roqueros, de la golondrina común o del avión común. Se decía del vencejo, tan voladora ave que hasta flotaba en el éter donde anidaba. El cuco aún anda reclamando pareja por esos campos nuestros, los más retrasados, que las hembras ya antes fecundadas han depositado el huevo en ajeno nido donde una vez eclosionado será criado el polluelo, a pesar de su tamaño, por los poseedores del nido pensando que propia cría, la cual previamente se ha encargado de echar del nido, valiéndose de su mayor tamaño, al polluelo descendiente. Alguna águila perezosa acaso, sorprendida en camino desgarrando a algún lacértido o múrido ha emprendido el vuelo con pesadez cuando yo de irrupción, cual extraño, en camino y sin ruido. Dos urracas ahuyentan a vigorosa gaviota, en una indesmayable persecución que logra el propósito de alejar al ave marina del territorio de la pega. Los pombos o palomas bravías, de tan cebados, parecería que les costaría salir de estampía, pero no, de ruidoso aleteo en el arranque; los gatos se diseminan por el campo a la caza de cualquier alado que a tiro se ponga, porque si bien matan a ratones no los comen, y sí a las aves, su plato más apetitoso. Agazapados a la espera darán un salto prodigioso sobre el mirlo entontecido por el celo o la paloma turca o la doméstica en igual estado, al menor descuido. Los edaces estorninos, que rapidísimo a pasitos cortos al revés de sus parientes los mirlos que lo hacen a saltitos, será la plaga de los cerezos y de los higos cuando en sazón; mientras se dedican a fisgar por el suelo comiendo todo cuanto insecto a tiro, en superficie o bajo tierra; los mirlos excavarán con su pico, redondos y estrechos agujeros a la búsqueda de alguna lombriz y sus primos acuáticos, vigilantes en los arroyos, se zambullirán a la caza de presas.

Ausentes los culébridos que antes veías en cada sendero, pistas o por el matorral, se hallan en recesión. Aquellos cobrones o culebras bastardas que imponían por su más de metro de envergadura, años ha sin verlos, y si las huellas en cada talud del velocísimo corzo, o las hozadas destructivas del jabalí en sembrados y praderías. Un zorro de tan desmejorado ni huidizo, si no al paso, me sale en un recodo, cuando a lo lejos sus parientes, los canidos domésticos, alborotan con sus ladridos percibiendo la presencia de su pobre y casi sarnoso pariente; sorprendo a una loba en solitaria pista de paseo con dos lobeznos, también llamados lobatos, que ni se inquietan con mi presencia. Tomaríalos por perra con dos crías si no fuese por el medio, lo inopinado del encuentro y las características lupinas. Una suerte a la que tiempo no dio para plasmar o en foto captar.

A la espera de que las noches cálidas hagan salir de caza a los hoy escasos murciélagos, ayer abundantes, capaces de deglutir en insectos más del peso propio. Nosotros de pequeños les echábamos una boina para tratar de atraparlos pero nunca lo conseguíamos, aunque conjurásemos al mismo: biobardo vén ó saco/ que a alpabarda por ti agarda.  Ni con esas ni con otras, aunque después algún golfete podía capturar a alguno al que obligaba a fumar, y otros cazaban lagartos para desdentarlos tirando de papel de fumar previamente introducido en sus mandíbulas; nunca tal vi, pero se decía.

También se practicaba, el ameixa o cereixa por formiga, cuando alguno venía con un montón de claudias o cerezas de ajeno árbol, que todos asaltados por la barriada, sobre todo uno, el del sr. Antonio, un guardia municipal o de la porra de los de antes, que lucía primerizo de entre todos, porque otros no había tales por la vecindad de tan difícil hurto y por lo tanto sabroso. La práctica consistía en que para ser donado con una cereza por el robacerezas tenías que comer una hormiga, pero el ansia podía en esa conjunción gastronómica, y las diminutas hormigas ni las sentíamos. Ya por junio claudias, ciruelas y fatones se ofrecían más allá del muro del Setecabezas, personaje que no es que siete tuviese o voluminosa fuese, si no que así llamado por cachazudo y sentencioso, que él vigilaba con tal celo que ni aun le permitía recogerlas en sazón, por el despueble que de ellas hacíamos. Es que aquellos habilidosos Jandrís, Carcacía, Toño Araña, por el barrio y más abajo Luisines, Masacarones y otros de menos renombre, superaban cualquier obstáculo con su audacia no exenta de agilidad, y nosotros de mirones veíamos a esos temerarios trepar casi a la vista del insomne dueño, llenar su buche, los bolsillos y distribuir, previa hormiga, cereza a cereza a tanto mirón apostado para avisar de la aparición del amo del árbol, que muchas veces preferían que los pájaros las comiesen a que los humanos (la rapazallada) las saboreasen. Se comprende porque cada hurto, que calificar se podría más bien como robo al darse el condicionante cualificador de violencia, por violentar o saltar sobre la ajena propiedad, conllevaba unas cuantas ramas rotas que tras de sí los asaltantes dejaban.

La primavera trae esos recuerdos cuando empezábamos a acumular piedras en alguna represa del río de Pontón para aumentar el caudal y poder bañarnos burlando a los amos de esos lameiros de crecidas yerbas que pisoteábamos, propietarios, yo creo que usufructuarios casi siempre, eran más que de Vilaescusa o a Valenzá, de Cabeza de Vaca: Los Zancadas, por ejemplo, que eran los más sonados y que tenían por vigilante a un hombrón que si nos pillaba, devenir podría algún moratón, solo que por mucho que emboscado estuviese sabíamos dónde se encontraba para burlar su vigilancia, cansado de la cual, el mocetón acababa por lanzarse al agua desde cualquier paredón mientras las lavanderas, que accedían por público camino, impertérritas batían las ropas y el hombrón en pelota (que no pelotas como decirse suele, porque pelota la piel y pelotas los testículos) más que lanzarse de cabeza caía de pie  con gran estrépito levantando tal oleaje que más a lavanderas importunaba que a nosotros a cubierto de su fuerza, burlones y aplicados en ver las piernas de las jóvenes lavanderas, mientras el zambullido refrescaba su ira.

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