Opinión

El Resurrection Fest... y el San Benito de Coba de Lobo

Unos días en Viveiro coincidiendo con el Resurrection Fest, ese festival de una semana de música para heavys metals, esos jóvenes y menos, vestidos de negro, de un movimiento amante del rock duro y géneros similares, que en un principio tenía en vilo a la ciudad del norteño Lugo porque su aspecto recordaba a algunas películas de malos alborotadores que van armando la bronca por doquiera se pasen. Luego se confirmaría que estos jóvenes, de todas las capas sociales, eran de natural pacífico, educados y respetuosos con el medio ambiente, si no esas innumerables tiendas de campaña extendidas por las playas de Cobas, Area o los campos de fútbol, o los parques o los altos del San Roque e incluso en los macizos herbosos de los paseos marítimos o instalados en las medianas donde no vi ni un solo papel y si un panorama después de la batalla en el parque de Cobas, bajo el eucaliptal y las australias, pero más debido a la dispersión causada por las voraces y omnívoras gaviotas cuando ellos de festival musical y la mesa dejada con alimentos. El festival más importante de Galicia no solo por la concurrencia cosmopolita y en número sino por la infraestructura de cuatro escenarios gigantescos en el parque del Celeiro donde más de 30.000 personas se dieron diaria cita de los más de 100.000 asistentes, que nos recordaba que hace una decena de años el alcalde, Melchor Roel, creaba el festival de referencia europea con la incomprensión del vecindario que después se iría beneficiando de los 8.000.000 de euros que el evento dejó. Como para hacerle un monumento más perenne que el bronce a ese alcalde perseguido judicialmente por un predecesor corrupto, pero al que el pueblo que suele ser sabio, condenó al ostracismo o al olvido de la soledad en la ciudad que había regido por decenios, contrastando este olvido con un senatorial puesto, como premio a no se sabe qué, acaso por haberse dado a la buena vida con una tarjeta vip a costa del municipio y no queremos pensar si engrosando las propias arcas, como una burla a la democracia.

Vuelvo a una ciudad bacheada, de aceras inestables por alguna levantada losa que, por urgencias, más acimentadas que de losas reparadora, no es para criticar y si esos coches que aparcan con desesperación de los conductores de urbanos autobuses que ven como en las paradas siempre hay no uno si no varios coches aparcados, alguno sin conductor dentro, lo que ya supone desfachatez. Esto de aparcar donde el autobús tiene parada me parece de lo más incívico, y también esas velocidades que por La Habana o Marcelo Macías, se permiten algunos coches de ruidosos escape y otros, y no pocas motos de gran cilindrada y a veces las pequeñas de los pizzeros. Pero esta ciudad de Augas Quentes como la definía Valente, y rememora Abelardo Lorenzo en su última columna de opinión, hombre por demás que confiesa que no rúa como yo por la Auria, que por aquello arriba citado se revierte en Augas Quentes, ahora la teoría más sustentada del origen de la ciudad, que no del oro, aunque próximos de Oira o en todo caso de Barbantes; de ahí que nos parezca inapropiado, aunque arraigado lo de Ourense, de oro y no de aguas. Estamos en una ciudad caótica, pero no, aún sin presencia de urbanos policías en las calles patrullando como antaño, las reglas se cumplen y la excepción confirma la regla general, pero siempre que contenida la excepción no sea que se nos desmadre. Abelardo, amigo, decía mi admirado Horacio, el más influyente de los poetas: Si me insertas entre los divinos vates heriré el cielo con el sumo vértice, que me ahorro el latín para no parecer pedante. O sea que todos debemos reducirnos a nuestra condición de mortales intrascendentes, para que ni la vanidad ni los cantos de sirena nos reduzcan a la estupidez de los cretinos. Abelardo, si no rúas, será o porque no halles en ella nada interesante como saludar a los amigos y cosas tales, o porque, como mi padre decía, cada ano e unha lousa, que dicho aplicado tempore decurso (en pasados tiempos) y no ahora donde la vida deportiva trajo otros hábitos y cuando fenecidos antes de la jubilación, ahora, una frustrada vida si acaece en esa edad. Y cuando aquellos aún próximos antepasados de traje y corbata parecieren avejentados, o cuando pasada la cincuentena entrabas en la decrepitud y poco años te restaban.

Dejando a un lado esta perorata mal hilvanada me viene a la memoria los San Benitos pasados a mesa, sin mantel, en los altos de Coba de Lobo, encima de Parada, ahí a un paso de la ciudad, cuando el cura de Piñor Don Florencio, a la sazón confesor de seminaristas, que muchos eran en aquella posguerra del hambre, invitaba a unos cuantos más párrocos que arciprestes del entorno, luego de la solemne misa cantada, precedida de unos fuegos o cohetes que con singular maestría a los cielos lanzaba el monaguillo Pepiño, que para cura iba y terminaría casado y con prole. La familia, ya lo conté, en buen número, no menos de media docena, se gozaba del llantar y de los jocosos dichos de tanto eclesiástico a la mesa en sacristía, o al exterior, a la sombra de las mimosas.

Y si ajadas las mimosas del entorno de Coba de Lobo, por tiempo de cerezas, de ellos hartos, en un tiempo, este de ahora, que tanto rebosan de frutos los árboles, que los de hueso de vencidas ramas besando la tierra y los que caen, como muchas manzanas y peras, picoteados por esas bandadas de estorninos que en el ocaso, de bandadas, se convierten en miríadas para formar esas caprichosas nubes o nubarrones de negros pájaros que en los atardeceres rivalizarían con los mismos vencejos a los que podrían ganar en precisión, que milagro que tantos apelotonados no choquen y al suelo caigan.

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