Opinión

Fin de la inocencia

Los Juegos de Moscú 1980 y Los Ángeles 1984 enseñaron al gran público el poder de la política sobre el deporte. En Seúl 1988, el poder del dopaje despertó a muchos. 

Río de Janeiro 2016 confirma el poder de la corrupción olímpica sobre el propio espíritu olímpico. Los Juegos se otorgan por subasta. El mayor postor no es sinónimo del mejor organizador. Hemos perdido la inocencia.

En Brasil se repetirán los mismos errores que en el Mundial de fútbol: presupuesto inicial ampliamente superado a cuenta del contribuyente, infraestructuras sin terminar y caótica organización. 

La alegría y la improvisación local solventarán –suponemos- todos los problemas. Salvo que se derrumbe algún pabellón.

Sí, la idea original del Barón Pierre de Coubertain no se parece en nada al formidable espectáculo que hoy comprenden los cinco aros olímpicos. En cierta forma es bueno, porque recuerden que ni las mujeres ni ciertas razas podían participar entonces, y cientos de palomas terminarían acribilladas a tiros sobre la bella bahía brasileña, una modalidad de caza de las primeras ediciones, muy poco vistosa en los tiempos que corren. 

Muchos desconfían de la limpieza de algunos deportistas, del casi unánime profesionalismo de todos los participantes y la aparente pérdida de los ideales. 

Mi humilde consejo es no pensar demasiado en ello, adaptarse al presente y disfrutar con estos fenómenos, a quienes admiramos y envidiamos porque hacen cosas que nosotros sólo soñaríamos. En la antigua Olimpia.

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