Opinión

El abismo de la política

Hoy se cumple un año de la declaración del estado de alarma que confinó a los españoles en sus casas para contener el covid. El aniversario sirve también como hito para explicar cómo se han ido bifurcando los caminos de la sociedad y de buena parte de la política nacional, separados por una vieja grieta agrandada en la pandemia. Lo señalaron una y otra vez los sociólogos mientras apuntaban al cierre de las elecciones catalanas como la oportunidad de poner fin a un ciclo y aprovechar esos dos años sin urnas para resintonizar la acción política con los problemas de un país asolado por el coronavirus tras 100.000 muertos y con 6 millones de personas que quieren trabajar y no pueden. Qué gran momento, se dijo, para enfocar todas las energías públicas al plan de vacunación, a la crisis económica o a la gestión de los fondos europeos. 

Esta ventana de oportunidad fue la que se cerró con alevosía el pasado miércoles. La política española, en lugar de intentar ayudar a recuperar la normalidad ha girado el escenario en una bochornosa jugada que empezó en Murcia, siguió en Madrid, pasó a Castilla y León y acaba rebotando en el rostro de los ciudadanos. Hoy debería ser un domingo para escudriñar si será suficiente el tardío plan de rescate estatal de 11.000 millones para salvar a la hostelería o el comercio, pero en realidad ya van cinco días protagonizados por dirigentes buscando rescatarse a ellos mismos entre terremotos y filibusterismos que solo retratan la obsesión por el poder a cualquier precio. Es complicado imaginar más distancia entre el raíl político, con las urnas madrileñas pendientes del juez, el aquelarre murciano, el desgobierno catalán o las zancadillas internas en el Gobierno y el raíl social en el que circulan tantas pymes agonizando, los autónomos sin actividad, los jóvenes sin futuro o los 3,6 millones de españoles que pidieron ayuda para comer a Cruz Roja en un solo año. 

Superada la Transición, posiblemente este es el momento más frágil de la política española de los últimos 40 años y está dañando seriamente la eficacia de las instituciones. Ahí están las voces que alertan de la imprescindible revisión del ingreso mínimo vital para acelerar su aplicación, el SEPE colapsado con un sistema informático antediluviano, las descoordinaciones autonómicas o la necesidad de definir los criterios para el eficiente reparto de las ayudas. Y además este clima deja otro efecto secundario: la clave para sobrevivir en el fango parece el vaciado ideológico y fortalecer ese concepto orwelliano del “doblepensar”, que pasa por verbalizar una cosa y la contraria sin ruborizarse. Así, tanto puedo decir hoy que una moción de censura sería irresponsable en el Congreso y mañana presentarla en un parlamento como criticar la convocatoria de elecciones en pandemia y mañana lanzarlas en mi región. Todo justificado en la supuesta búsqueda del bien común, que curiosamente coincide con mis propios intereses y suele estar alejada de la lógica no partidista. Por eso, cuantos más niveles de calma eran necesarios para encauzar la esperanza de las vacunas más dosis de incertezas han inyectado los grandes partidos del sistema, sin importar que esas operaciones chapuceras hayan frenado incluso partidas a los sectores más castigados -mil millones solo en Madrid-. Cuanta más generosidad se pidió a los representantes públicos más broncas y episodios vergonzantes -como colarse en la cola de vacunación- han ido emitiendo en doce meses resumidos en ese raquitismo táctico que brilla, por ejemplo, en Ourense: si la situación obliga a pensar en la necesidad de acuerdos para desbloquear la ciudad en plena pandemia, PP y PSOE celebran ya medio año permitiendo los desvaríos de Pérez Jácome mientras los vecinos contemplan estupefactos el espectáculo. 

La naturaleza de la política siempre ha sido solucionar dificultades y no lanzar un dado y mover soldaditos de plomo por el tablero. Pero como muchos han recordado estos últimos días, España se inclina hacia la versión marxista (de Groucho): “La política es el arte de buscar problemas, encontrarlos, hacer un diagnóstico falso y aplicar después remedios equivocados”. El riesgo es terminar de normalizar estos circos, atrincherarse en el rincón o confiar en milagros mesiánicos. Con ninguna de las tres alternativas avanzaremos. Pero esta convicción y algunas excepciones no pueden ocultar el triste esfuerzo de intentar encontrar una sola cosa que vaya a servir de verdad para doblegar el virus o mejorar la economía en toda esta espantosa semana política, en la que además el ciudadano tuvo que soportar cómo unos y otros trataban de justificarse en el sufrimiento ajeno para sus ataques y contraataques, con una verborrea guionizada por redondos, cuadrados y egeas que quizás ha marcado un récord de cinismo. ¿Cuáles son sus escalas de prioridades? O en el plano local, ¿qué elige un diputado ourensano si tiene que decantarse entre la disciplina de su sillón de gobierno u oposición o reivindicar las necesidades de su provincia. 

Esta atonía entre la propaganda y la realidad es la que cala en la sociedad, acostumbrada a capear los temporales como puede mientras escucha cada vez más a lo lejos el eco de los garrotazos de sus supuestos líderes. La sensación es tan vieja como inadmisible, España no se puede permitir este creciente hartazgo hacia los políticos mientras acumula “fines de ciclo” y superpuestas fracturas sin resolver: en mayo se cumple ya una década del 15-M, el estallido de la crisis de representación nacida de la Gran Recesión del 2008 y de la que se impulsaron, junto a los casos de corrupción, Ciudadanos y Podemos. El primero llegó para regenerar la política e incluso ha logrado encontrar nuevas formas para desprestigiarla mientras que los de Iglesias abusan todavía más de sus privilegios que esa supuesta casta que querían combatir, a la vez que intentan deslegitimar las instituciones junto al peligroso extremismo de Vox, otro nuevo actor cebado en parte por los desequilibrios territoriales y el cerril secesionismo catalán. A todas estas coyunturas vigentes se les sumará la resaca de la pandemia en un futuro en el que, si no se encuentran antídotos realistas, seguirán creciendo los temores sobre cómo evolucionará un terreno de juego cada vez más viscoso y desnivelado. Porque si en política el riesgo suele estar en los espacios vacíos, lo que puede acabar emergiendo de este gran abismo es preocupante.

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