Opinión

Un cambio de mentalidad para la quinta ola

Es muy difícil entender que España haya sido sorprendida por la quinta ola de la pandemia. Pero todavía es más complicado digerir el pretender afrontar este repunte aplicando el mismo tipo de restricciones que cuando no había vacunas. Hace quince meses, el pasado otoño o el pasado invierno se pidieron sucesivos esfuerzos a la población para proteger a los más vulnerables: el objetivo era no saturar los servicios hospitalarios y poder salvar todas las vidas posibles. Gracias al éxito de la campaña de vacunación todos los ourensanos mayores de 70 años hoy están inmunizados, los mayores de 40 tienen al menos una dosis e incluso ya hay media docena de concellos de la provincia con la inmunidad de rebaño. Estos avances han permitido que el aumento de la incidencia registrado en las últimas semanas no esté castigando con la misma gravedad de antaño, al afectar de forma sustancial a jóvenes sin patologías previas. Con toda la cautela exigida por el coronavirus y el alza en los ingresos de los últimos días, es lógico que la asincronía entre incidencia, UCI y fallecimientos impulse un progresivo cambio de mentalidad.

En febrero del 2020, la incidencia de la gripe en España alcanzó los 309 casos por 100.000 habitantes. Era el pico del último lustro pero apenas alcanzó relevancia: la inmunización de los pacientes de riesgo permite desde hace décadas no tomar las medidas sanitarias de la gripe del 18, vinculadas a la Edad Media y cercanas a las implementadas ante el coronavirus en marzo del 2020. Sin querer hacer un paralelismo entre ambas realidades -por la amenaza de las variantes o el trecho que falta en la vacunación- sí hay un marco común para reajustar las respuestas ante el covid: en esta pandemia la ciencia ha proporcionado una vacuna y un buen número de evidencias. Por eso limitar el análisis de esta ola a la evolución de la curva de contagios linda con el reduccionismo. Desde luego no es este el julio perfilado hace solo dos meses y que tanto demandaba el sector turístico; pero hace falta pedagogía y frialdad para no caer en el catastrofismo: la explosión de casos en el Reino Unido por la variante delta no colapsó su sistema de salud y han podido salvar los planes de desescalada. Este es el argumentario defendido durante los últimos días por el Gobierno español, y es un acierto. El problema aquí deriva de la preocupante falta de credibilidad y liderazgo de La Moncloa tras tantos zigzagueos en la gestión de esta crisis y por eso ya ni sorprende el desfile de contradicciones autonómicas: desde pedir otro toque de queda para acabar con el botellón -como si restringir derechos fundamentales fuese algo rutinario- a reclamar restricciones perimetrales o volver a hacer obligatoria la mascarilla al aire libre pese a que la ciencia lleva un año pronunciándose en sentido contrario.

Ni el miedo ni la incapacidad para asumir las competencias propias puede empujar a atajos, a incrementar aún más los temblores de una sociedad necesitada de sosiego o a querer evitar los hechos: la forma más efectiva de frenar los contagios de los jóvenes será recalibrar las pautas de vacunación e inmunizarlos. Esto, por supuesto, va en paralelo a escuchar a las autoridades sanitarias, mantener las precauciones y abortar actitudes incívicas que nunca deberían repercutir sobre los que sí están cumpliendo las normas jugándose la supervivencia de sus negocios. Por eso es tan estimable el esfuerzo de la Xunta por no señalar en esta quinta ola al ocio nocturno como lógico el desconcierto del sector ante la exigencia de pedir a sus clientes un certificado de vacunación o una PCR negativa. Y de fondo resuenan las nuevas restricciones a la hostelería ourensana, que vuelve a sentirse chivo expiatorio mientras sufre a una clase política local incapaz siquiera de aprobar ordenanzas para facilitar su trabajo o buscar recursos para hacer cumplir la legislación autonómica antibotellón.

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