Opinión

El deporte y la mala educación

Después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de obligaciones de los hombres se lo debo al fútbol. (…) Preservemos esta gran y digna imagen de nuestra juventud. También estará vigilándolos a ustedes”. Albert Camus acababa de recibir el Premio Nobel de Literatura de 1957 cuando escribió esta reflexión en la revista France Football. Hoy se sentiría decepcionado.

En España se juegan cada fin de semana unos 20.000 partidos de equipos federados y, según la Comisión Antiviolencia, en uno de cada 57 encuentros de la temporada pasada se detectaron casos de insultos o de violencia. La cifra es escalofriante y no se registran todos los comportamientos inapropiados que se producen en el fútbol base y en la categorías regionales. Los actos de violencia, verbal o física, se incrementaron un 47% en un año y en esta campaña se va camino de establecer una nueva plusmarca.

Los graves incidentes ocurridos estos días en Mallorca y en Andorra, con padres pegándose delante de jugadores infantiles, o juveniles golpeándose con aficionados, ensombrecen los valores del esfuerzo, el compañerismo, el respeto y el compromiso que se intentan inculcar en un vestuario. Este choque de referentes durante el periodo de aprendizaje también ocurre aquí en las categorías más cándidas de cualquier disciplina deportiva. La sequía demográfica ha influido en la sobreprotección del menor, al que se acompañaría hasta la ducha si el equipo lo permitiese. El Atlético de Madrid prohíbe desde febrero la asfistencia de familiares a los entrenamientos de la cantera. Con la disculpa de evitar la distracción de las promesas, al mismo tiempo se ataja posibilidad de que alguien cuestione a gritos la autoridad y los conocimientos del entrenador.

El insulto y la grosería hacia el árbitro, el rival o el propio entrenador se perciben como parte del ritual en vez de recibir un reproche contundente y mayoritario del resto de espectadores. Sucede cuando se confunde competición con confrontación. Los aficionados que ventilan sus frustraciones semanales e incluso vitales en la grada salpican a los niños con un pésimo ejemplo. Un padre no puede ser un hooligan, ha de ser capaz de aplaudir con intensidad similar el esfuerzo de los dos equipos, porque es el agente principal en la educación y la transmisión de valores a sus hijos. 

Pero desafortunadamente, esos terrenos de juego en los que educamos a nuestros hijos son, con frecuencia, escenario de comportamientos antipedagógicos. La permisividad con el alcohol en los campos de las categorías inferiores, por ejemplo, no ayuda a erradicar comportamientos violentos. Aunque se trate de una fuente de ingresos para las arcas del fútbol modesto, resulta incomprensible que no se pueda adquirir una cerveza en un estadio de Primera División y sí tomar una bebida de alta graduación en cualquier cantina de Regional cuando la ley es igual para todos los recintos deportivos.

La laxitud con el cumplimiento de las normas tendría que provocar una gran alarma social porque las enseñanzas de hoy serán aplicadas por los ciudadanos de mañana. Se sigue fumando, muchos padres los primeros, en las instalaciones deportivas o en las puertas de los recintos; se arrojan pipas y papeles al suelo sin la menor consideración, en definitiva, se maleduca. Si a esto le sumamos la antología de insultos que se escuchan, el resultado de unos hijos malcriados no tendría que sorprendernos.

Hay niños que juegan más pendientes de un gesto de aprobación de un familiar que de disfrutar del deporte. Existen casos en los que saltan al césped con el temor a que su padre los avergüence porque ha provocado una tangana. Es el mundo al revés. El hijo intenta hacer lo posible para que sus padres se sientan orgullosos mientras los progenitores no hacen nada para que el vástago no se sienta abochornado. Observando estos comportamientos, lo aconsejable sería que estos hijos no se pareciesen a sus padres.

Las campañas de concienciación y las sanciones no bastan para virar este rumbo perverso. Albert Camus escribió hace seis décadas que el fútbol vigila que se preserve su gran imagen para la juventud con el cumplimiento de la moral y de las obligaciones de los hombres. Estamos perdiendo el partido.

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