Opinión

Transporte, así no

A diario los medios de comunicación publicamos los datos de la alocada inflación a cuya escalada está contribuyendo sin duda la invasión de Ucrania. Escasez de materias primas o incremento de los costes de la luz no son más que dos de los elementos clave de esta tormenta perfecta a la que se une la carestía de los combustibles, en un rally que nos pone a todos contra las cuerdas. Lo que era impensable hace unos meses fue realidad en días pasados: los gasóleos y las gasolinas llegaron a los dos euros el litro, dependiendo de los surtidores.

Estos indicadores están estrangulando el crecimiento de las empresas y el ahorro de las familias. Lógico y entendible por lo tanto el hartazgo que la sociedad siente al ver que sus gastos se multiplican y sus ingresos se estancan o disminuyen. Uno de esos eslabones es el sector del transporte, que ha dicho basta ante esta situación, lamentando que su actividad ya no sea rentable, que trabajen a pérdidas y que ya es mejor dejar el camión aparcado. Pese a que los convocantes de los paros de estos días parecían representar a la minoría del sector, su capacidad de presión y su actitud coercitiva, que vemos estos días en Ourense, les ponen muy por encima de lo que hasta el Gobierno llegó a sospechar, en un ejercicio de miopía sin parangón.

Faltaría más, los convocantes tienen derecho a la huelga por unas reivindicaciones que se antojan más que justas, dado el panorama. Pero esto no puede significar que se conculque otro derecho fundamental, el de trabajar. Son, insistimos, reivindicaciones más que justas, pero no son los camioneros los únicos que están sufriendo las consecuencias de un ciclo económico profundamente adverso. Toda la cadena productiva se está viendo afectada y qué sería de este país si todos los estratos sociales tomasen los somatenes de la protesta de la forma que lo hacen algunos transportistas para hacer valer sus postulados.

A todo esto contribuye, por supuesto, al papel del Gobierno de Pedro Sánchez, responsable por partida doble: primero por ser incapaz de tomar medidas (ha pensado que lo mejor es aplazarlas, como si las deudas no se incrementasen a diario); segundo, por permitir que la anarquía reine en las carreteras, con camioneros en paro que se enfrentan a otros que trabajan. Es absurdo. Como si la razón estuviese solo de parte de la gresca y no de quien no ha tenido otro remedio que coger el volante todos los días para poder mantenerse.

Las consecuencias de esta huelga son ya medibles en forma de desabastecimiento, y también ruina para algunas empresas. Qué sarcasmo el de los convocantes: defendiendo su derecho a que se tengan en cuenta sus reivindicaciones están arruinando a los demás, provocando caos y posiblemente paro en muchos sectores. Los supermercados tienen sus lineales semivacíos y la alimentación animal en las granjas no se garantiza, como tampoco la recogida de la leche o se impide el ciclo cárnico con el sabotaje de camiones que transportan animales a los mataderos.

¿Qué tipo de derechos se pueden respetar y entender si los convocantes usan métodos prehistóricos de reivindicación? ¿Qué son sino extorsionadores los mal llamados “piquetes informativos”, violentando el derecho al trabajo de los que así lo han decidido? ¿Cómo es posible que no se hayan decretado unos servicios mínimos esenciales para garantizar los derechos de los ciudadanos?

Es urgente que se detenga esta deriva que tanto daño está haciendo a la cadena productiva y a la libertad de las personas y del mercado, pero antes de nada es urgente preservar los derechos de los ciudadanos, al menos al mismo nivel que se respetan los de los convocantes de la huelga.

Mientras, el Gobierno parece ajeno a todos estos problemas, echándose de la puerta para afuera, esperando que los problemas se arreglen por maceración. Desde luego, de momento, no se están arreglando gracias a su mediación.

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