Opinión

No es Fraga, ni Albor, ni Feijóo

Salta a la vista que no es un estadista ni pretende serlo. Ni un líder carismático. Tampoco es un tecnócrata. Alfonso Rueda es quien es, un político ya veterano, a pesar de su edad, con las ideas claras, muy pragmático y posibilista, pegado al terreno y bregado en la gestión institucional y que además conoce como pocos los entresijos de la Administración gallega. Lo ideal para presidir la Xunta. Autoexigente, además de meticuloso, dicen. No cree estar siempre en posesión de la verdad absoluta, no tiene problemas en asumir sus propios errores y, algo menos habitual, prefiere a su lado unos cuantos colaboradores solventes y leales, no un grupo de adláteres incondicionales que le bailen el agua y digan a todo que sí, y no lo corrijan, a sabiendas de que está equivocado, por no incomodarlo.

De alguien con ese perfil no cabe esperar otra cosa que lo que hizo ayer, un discurso de investidura un tanto plúmbeo, eso sí, más bien corto, lo cual es de agradecer, ajustado a un guión más que previsible y sin golpes de efecto. Como de trámite. A Rueda no le pegaría ni con cola una pieza oratoria llena de citas, ni de frases ocurrentes. Ni de llamativos titulares. Su intervención se pareció más a un examen oral, a la lectura -de carretilla- de un tema ante un tribunal de oposiciones, que a un discurso destinado a los anales de la historia de Galicia. Dio la impresión de que no era -o no quería ser- consciente de estar protagonizando uno de los actos más trascendentes de su trayectoria, ya no política, sino vital, ni de estar haciendo historia, aunque sea con minúsculas

A muchos de quienes lo vieron en vivo o por televisión o por internet les sorprendió que Rueda no se emocionase ni siquiera en los minutos finales. Desde luego, el texto al que dio lectura, por frío y prosaico, conjuraba el riesgo de que se le quebrase la voz en algún momento. O tal vez sea una cuestión de autocontrol. O puede que haya que esperar al momento en que se materialice la investidura, con la votación del jueves por la tarde, o a la toma de posesión del sábado en Bonaval, para que el político deje paso al hombre, a ese tipo de 1,82, de mochila al hombro y de sonrisa leve pero casi perenne que está donde está por vocación. Porque, aun siendo buen hijo, no hizo caso a su padre, que le desaconsejó dedicarse a la política. Y porque los gallegos, incluso los que apenas le conocían, le dieron su confianza el 18F sabiendo que no es Fraga, ni un Albor, ni un Feijóo, convencidos sin embargo de que nunca se va a creer la mamá de Tarzán.

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