Opinión

Es la moderación, estúpido

Un mes después de las elecciones autonómicas, los hay que parecen no haber hecho aún la digestión de los resultados. De algunos se diría que no han entendido para nada el mensaje que enviaron las urnas, a primera vista nítido y contundente. O, peor aún, lo han malinterpretado. Para los anales del disparate politológico quedará, por otro lado, el sesudo análisis que publicó en “su” revista Temas el un día prestigioso sociólogo José Felix Tezanos, hoy voz demoscópica de su amo. Ni él mismo se cree, por simplista y hasta ridículo, eso de que el PP ganó en Galicia gracias a las “monjitas” acarreando a los ancianos de las residencias y engañándolos para que votaran a Rueda, que además compró el voto de los mariscadores con ayudas económicas y el del personal sanitario con SMS anunciando mejoras salariales que ya estaban pactadas tiempo atrás. La concatenación de cinco mayorías absolutas, un hito electoral sin precedentes, no se explica con argumentos tan reduccionistas como que ese de que Galicia es un feudo “natural” e inexpugnable de la derecha, casi como lo fue Andalucía del PSOE, hasta que dejó de serlo, claro.

En Galicia, aunque suene a tópico gastado, se impuso el sentidiño, el sentido común. Y parafraseando un refrán no menos manoseado, se podría decir también que los gallegos han preferido, una vez más, lo no demasiado malo conocido a lo que habría que ver si bueno por conocer. La victoria del Partido Popular es, en el caso de las elecciones gallegas, el triunfo de unas siglas que sus votantes asocian, se diría que desde siempre, con un determinada forma de gobernar tranquila, previsible, sin estridencias, ni golpes de efecto. Más allá de las ideologías, como partido institucional, además de sistémico, el PPdeG encarna para los gallegos el poder. Un poder útil. Y cercano, que salta a la vista y al que se le pone cara, no ya la del presidente de la Xunta o los conselleiros o altos cargos, presidentes de diputación, alcaldes y concejales, sino la del vecino al lado, en el barrio o en la aldea, el militante popular de base, currante del voto, que está ahí cuando se le necesita y para lo que haga falta. 

Una vez más el 18F se constató que este nuestro es un país conservador, en el sentido de apego a las raíces y a las certezas, habitado por un pueblo, el gallego, reacio al cambio -no digamos a la revolución- pero también a la involución (que se lo digan a Vox). Sin embargo en el caso de Galicia y de los gallegos ser conservador no es exactamente lo mismo que ser de muy de derechas. Dicho de otro modo, el Partido Popular gallego es PP, sí, pero no tanto, a la gallega, con perfil propio. Es un PP, distinto a otros pepés, que encarna un conservadurismo “morno”, tibio, alejado de formulaciones más dogmáticas que liberales, como la abanderada por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso, por ejemplo. La Galicia que vota (porque hay otra Galicia que no vota) prefiere mayoritariamente políticos sensatos, además de prudentes, y con los pies en la tierra, apegados al terreno que pisan y de vuelo rasante. Políticos creíbles por moderados, con vocación de gobernantes, no de profetas. Líderes de partidos confiables. Y esta vez eso valía tanto para el PP de Alfonso Rueda como para el nuevo Bloque de Ana Pontón.

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