Opinión

Indecisos, entre mito y leyenda

El llamamiento a los indecisos para que se decidan a votar y no se queden en casa es una cantinela que se venía escuchando de boca de los principales candidatos desde que se convocaron elecciones del día 18 y que se intensifica con el arranque de la campaña electoral. Por lo que arrojan las encuestas, se estima que, a estas alturas, más de un treinta por ciento de los gallegos con derecho a voto aún no parecen tener claro si acudirán a votor o no y, si votan, a quién. Se trata, a primera vista, de un porcentaje muy elevado, que ciertamente puede decidir si “recunca” el PP o se abre paso un Gobierno progresista, nacionalista y de izquierdas. Sin embargo, no es para tanto, si comparamos esa cifra con la abstención que finalmente se pueda producir, que suele estar muy próxima al cuarenta por ciento y en alguna ocasión llegó a superar el cincuenta. Porque ya se sabe que las elecciones autonómicas resultan menos movilizadoras para el electorado gallego que las generales y las municipales.

En esto de los indecisos los hay que hablan directamente de mito, y otros de leyenda (más urbana que rural). Se supone que se trata de una bolsa de ciudadanos de los que no se sabe a qué partido piensan votar. Ojo, en la mayoría de los casos no es que no lo sepan ellos, es que no lo sabemos nosotros. Los llamamos indecisos porque hay que ponerles alguna etiqueta, pero son más bien votos desconocidos o inciertos para el observador interesado en saber de antemano lo que va a ocurrir cuando se recuenten las papeletas depositardas en las urnas. Para empezar, en esa categoría están quienes no contestan a los encuestadores. Es sorprendente, pero resultan ser más los que se niegan a responder preguntas de índole política ante un extraño que quienes lo hacen. Por tanto, las encuestas nos dicen lo que declara la parte de la población que acepta contestar a las preguntas de los encuestadores. Ahora bien, es posible que muchas de esas respuestas no se correspondan con lo que de verdad piensa el encuestado.

Capítulo aparte merecen los abstencionistas conscientes y crónicos, gente que, a sabiendas de lo mucho que está en juego en unas elecciones, sean las que sean, se niega a votar. Su actitud viene a ser una insurrección silenciosa contra los partidos, los políticos y las instituciones. No son muchos. Y no se les ha de confundir con los que no participan en los procesos electorales por desinterés o desgana. También hay un sector de la población al que la perplejidad que le produce el nada edificante espectáculo en que se ha convertido la política, que más que desmovilizar, inmoviliza. Además, con la legislación vigente en España, votar es un derecho, no una obligación. La abstención no se penaliza, aunque cuando alcanza cuotas cercanas al cincuenta por ciento debería encender las alarmas como síntoma de que algo no va bien. Y la clase política tendría que darse por aludida, hacérselo mirar.

Todos los candidatos, más a la izquierda que a la derecha, están convencidos de que en esa masa de indecisos o no decantados está la clave de lo que puede pasar el día 18. Se olvidan de que en ese grupo de ciudadanos hay “militantes” de las abstención y alérgicos a la política A esos no les va a movilizar nadie, ni tirios ni troyanos, hagan lo que hagan, digan lo que digan y prometan lo que prometan. Sin embargo, otros, los auténticos indecisos, puede que al final voten, pero no porque se les invite insistentemente a hacerlo, sino porque, incluso el último día, caerán en la cuenta de que hay elecciones y que lo suyo en elecciones es ir a votar. Cumplirán con la liturgia. Aunque sea a desgana. Y sin pensarlo demasiado. Y eso sí es lo preocupante. Si no lo tienen claro y votan por votar, sin convicción alguna, casi mejor que se queden en casa y no desvirtúen la voluntad de los votantes conscientes, de los que creen saber lo que quieren. O lo que les conviene. 

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