Opinión

Por ejemplo, Guijuelo. O Santoña

Mis vacaciones transcurren entre Madrid, sede de todas las crispaciones, Santoña y la localidad salmantina de Guijuelo, en fiestas y desde donde escribo, superadas ya las urgencias informativas de lo ocurrido esta semana en las Cortes. Tanto en la villa cántabra, que vive de la elaboración de anchoas, como en la salmantina, no menos tradicional y cuya espléndida supervivencia depende del jamón, mis interlocutores, conociendo a qué me dedico, me advierten: “aquí, hoy no hablamos de política”. Justo lo contrario de lo que habitualmente me ocurre en Madrid, donde todo el mundo te pregunta “y tú, ¿qué crees que va a pasar?”, como si uno tuviese una bola de cristal para predecir lo impredecible, es decir, qué diablos se aloja bajo la pelambrera de Puigdemont, que hoy por hoy es el que manda.

Mi viaje entre Santoña y Guijuelo, aunque podría poner otros muchos ejemplos -pronto visitaré Ciudad Real y alguna localidad gallega-, me hace reflexionar sobre esa otra España que celebra con pasión sus fiestas agosteñas sin dar oportunidad a que se las ensombrezcan las agitaciones políticas a las que los ciudadanos nos vamos, qué remedio, acostumbrando. El país cambia, y las cosas que ocurren en el Congreso de los Diputados son un buen reflejo de que la nuestra no es ya una nación unívoca, en la que Madrid hablaba y “las provincias” escuchaban, y en la que Cataluña apenas tenía peso político. Hay muchos valores tradicionales que se están derrumbando, pero las banderas rojigualdas, las corridas de toros -espléndida la de este viernes en Guijuelo, con “El Juli”, López Chaves y El Capea- llenan las plazas, sí, también de jóvenes, y decenas de miles de personas acuden a los conciertos con las figuras “de siempre”.

No quiere ser el mío un canto ni nostálgico ni, menos aún, reaccionario, sino el reflejo de una de las Españas que convive con otras realidades. Ya digo que el país cambia, en la superficie y en lo profundo. Entre otras cosas porque Europa y el mundo cambian. Y las sorprendentes piruetas de un Pedro Sánchez que parece un mago de la supervivencia no serían posibles si la piel nacional no estuviese mudando, si los conceptos más conservadores siguiesen arraigados en el conjunto de la sociedad. Claro que hay una parte de los casi cincuenta millones de españoles aferrados a viejas fórmulas que han funcionado y quizá aún funcionan; pero no creo que esa España de, por ejemplo, toros y juergas flamencas, que trata de divertirse y de olvidar las incertidumbres políticas, que vive de elaborar productos tan emblemáticos como el jamón ibérico o las anchoas, tenga que considerarse ni patrimonio de la derecha ni, menos, de la reacción.

Y bien haría, creo, el líder de la oposición en reflexionar sobre ello, lo mismo, por cierto, que el presidente del Gobierno en funciones y con expectativas de seguir en el cargo: los ciudadanos se agarran a valores con los que desde siempre han convivido, huyen de los extremos, buscan la moderación. Y eso es lo que no encuentran en nuestra vida pública, llena de tantas contradicciones que hasta varios de los partidos que ofrecen sostener en España a un Ejecutivo socialista ni siquiera acudirán a la llamada del jefe del Estado en sus conversaciones sobre la investidura, entre otras cosas porque se sienten ajenos a este Estado, y de la investidura no esperan sino hacer caja mediante el chantaje. Quizá por eso, por desdén o aburrimiento ante una forma perversa de hacer política, mis interlocutores en Santoña o en Guijuelo, por ejemplo, me advierten de entrada que no debemos hablar de política. “Hemos venido a disfrutar”, te dicen. O sea.

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