Opinión

Los ministros no se ponen al teléfono


Los ministros no se ponen al teléfono. Los ministros, vicepresidentas y hasta altos responsables de los “segundos escalones” de la Administración huyen, en general -siempre hay excepciones- de las entrevistas, de protagonizar esos desayunos masivos, de pararse en el chau chau con los informadores en los pasillos de las Cortes. Los responsables de comunicación y de los gabinetes en los ministerios dan largas a los colectivos periodísticos que proponen almuerzos con el “jefe”, por muy “off the record” que se presenten las solicitudes.

Llevo muchos años en esto de la información política y siempre he constatado, claro, que es más fácil tratar informativamente con la oposición que con el Gobierno, cualquiera que sea el color de una y otro. Tampoco soy un entusiasta de la transparencia que se gasta, desde tiempo inmemorial, en los ambientes oficiales, y me desespera la total opacidad en la Moncloa; y sí, apunto directamente a la Secretaría de Estado de Comunicación, de la que ya he recibido directamente más de un ejemplo de oídos sordos y mirada hacia otro lado.

Me precio de buscar la independencia periodística como esa afortunadamente no tan “rara avis” que jamás se fomenta desde los poderes, sean cuales fueren. Y, desde mi prisma de “mirón”, desde lo más cerca posible, de la realidad, he de decir que no recuerdo una situación como esta: una buena parte de mis compañeros casi nunca tiene la posibilidad de consultar con una fuente gubernamental más allá de los rígidos canales establecidos. Además, conseguir datos oficiales se convierte en una tortura y, cuando los consigues, llega la consabida fuente desde las alturas a desmentirlo todo.

Comprendo que a los señores ministros, entre los cuales hay personajes muy estimables y que son, ya digo, excepción a la regla de la desinformación, les cueste mucho afrontar ante los molestos periodistas que lo que decían hace seis meses era lo opuesto a lo que dicen ahora, y me parece lógico que les parezca árido defender con entusiasmo mucho de lo que el Ejecutivo debe hacer, en cuanto a pactos y concesiones a gentes que no merecen ni lo uno ni lo otro, para seguir en los ámbitos del poder. Y ahora, en estos momentos, a veces hasta me parece comprensible que no den la cara: el gesto avinagrado da mal en las fotografías electorales.

Sé bien que tengo compañeros afortunados que hasta tienen el número privado del móvil del presidente del Gobierno, con el que hace años hicieron buenas migas o al que hoy defienden por encima de cualquier avatar. No les censuro por ello, aunque tampoco les envidio: desde el grito intempestivo de la independencia siempre acaba yéndote mal, lo sé. Pero en esta país, en Europa, en el mundo, pasan demasiadas cosas importantes sobre las que los ciudadanos tienen el derecho a estar informados y sobre las que los poderes, cada uno en su ámbito, tienen la obligación de informar, que para eso les pagamos con nuestros impuestos y se sustentan con nuestros votos.

Es preciso un cambio radical en las mentalidades acerca de cómo afrontar el por otra parte imprescindible, irrenunciable, deber de informar. Bien sé que nosotros, los medios y los profesionales, también habríamos de hacer algún acto de contrición: algún día no lejano habríamos de ponernos, colectivamente, a ejercer una feroz autocrítica. Pero son ellos, quienes aspiran a representarnos, los que deben dar el primer paso. Que se pongan al teléfono, que nos hablen, que, al fin y al cabo, somos los intermediarios -quizá a extinguir- entre los poderes y la opinión pública. Yo, al menos, no pienso renunciar a mantener ese papel para convertirme en un mero micrófono ambulante en paro por los silencios oficiales. O por la verborrea mendaz, que es peor.

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